Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

sábado, noviembre 29

La insumisión electoral

 
Escrito de Miquel Amorós para fundamentar la negativa de una compañera a participar en la mesa electoral donde había sido designada.

“El sufragio universal, en tanto que elemento activo en una sociedad basada en la desigualdad económica y social, nunca será para el pueblo otra cosa que un señuelo, y que en manos de los demócratas burgueses nunca será nada más que una odiosa mentira, el instrumento más seguro para consolidar con una apariencia de liberalismo y justicia, y en detrimento de los intereses y de la libertad populares, la eterna dominación de las clases explotadoras y propietarias.” Bakunin

Si bien estas palabras fueron escritas en 1870, es decir, hace ya siglo y medio, su vigencia no puede ser más absoluta. Lo que era verdad en los albores de la sociedad burguesa, no deja de serlo aun con mayor contundencia en sus postrimerías. Aprovechemos las circunstancias para deshacer un equívoco interesado y precisar que cuando se habla de “democracia”, en realidad se trata de parlamentarismo, la forma política mejor adaptada a la prevalencia de los intereses oligárquicos. La multiplicación de elecciones a los distintos parlamentos no ha hecho más que perfeccionar las herramientas mediante las cuales las masas dirigidas cooperan en la construcción de su propia cárcel. Los parlamentos, lejos de representar la voluntad popular, lo que en verdad representan es la legitimación de la corrupción política y del despotismo económico y financiero. La voluntad popular es una pura entelequia, un fantasma incapaz de materializarse en algo distinto a una casta política asociada a intereses privados corporativos.

Las fantasías políticas son un alimento que no engorda. Tanto se podría llamar al parlamentarismo democracia como dictadura pues goza atributos de ambos; lo que sí es cierto es que no se corresponde en absoluto con la voluntad popular. Ésta solamente puede nacer de la libertad, de los espacios de discusión libres, no de los monopolios mediáticos, de la indiferencia, el conformismo o la sumisión. ¿Cómo podría pues reconocerse a un parlamento que no es sino la correa legislativa de la opresión? El mejor de los parlamentos es el que no existe. Por lo tanto, si una verdadera voluntad popular consiguiera expresarse, no podría hacerlo en ellos. Nunca como hoy nos hizo menos falta el parlamento –no hablemos ya de la política- y nunca como hoy dicho parlamento nos ha tiranizado tanto.

Los parlamentos no son la solución; son el problema. Sólo representan a la minoría dominante. El ritual seudodemocrático que los legitima, las elecciones, es una farsa. Nadie que no se haya resignado a los hechos consumados, a la razón de la fuerza, a la violencia capitalista, podrá reconocerse en ellos: la dignidad, la razón, la justicia se lo impiden. No puede hacer dejación de su conciencia y de su integridad en favor de la ley, pues ésta no es obra de personas ecuánimes y justas; es más, si tal hiciera, estaría colaborando con la injusticia y la opresión. El interés real de la sociedad oprimida obliga moralmente a la desobediencia.

Que no se entienda nuestro rechazo del parlamentarismo como un rechazo de la democracia. Lo que abominamos es del Estado y de sus principales tentáculos, no de la democracia antiestatal, horizontal, asamblearia, la que realmente nos protegería. El Estado parlamentario, lejos de protegernos, simplemente nos atemoriza, nos amenaza, nos impone maneras de vivir sumisas. Nos permite existir bajo condiciones enteramente dispuestas por él.

“Existen leyes injustas: ¿debemos estar contentos de cumplirlas, trabajar para enmendarlas y obedecerlas hasta cuando lo hayamos logrado, o debemos incumplirlas desde el principio?” David Henry Thoreau

Thoreau, el padre de la desobediencia civil hizo lo último. Es evidente que una ley que reafirme el dominio de la clase dominante es una ley espuria, promulgada en comisiones espurias emanadas de parlamentos espurios. Y que debido a su naturaleza profundamente arbitraria y a su carácter discutible y dudoso, violente las conciencias que tratan de regirse por consideraciones éticas, apelando a la libertad y al bien común. La ley ilegítima ha de tropezar primero con el derecho a la defensa de las propias convicciones, y por lo tanto, con el deber de desobedecerlas. Pero las constituciones paridas por los parlamentos no reconocen por razones obvias ni la objeción de conciencia ni la desobediencia. Precisamente su carácter ilegítimo impulsa a los legisladores a defender mediante castigos ejemplares la farsa legal. De otra forma ofrecería facilidades para ser desenmascarados.

La ley electoral no prohíbe la abstención, puesto que ésta no altera los resultados; sin embargo obliga a participar en las mesas electorales a quienes son unilateralmente designados para ello, bajo pena de multas y prisión. No tiene en cuenta el conflicto posible entre la normativa electoral y los principios morales de los individuos. Estamos entonces ante un derecho conculcado por la norma jurídica, el de resistir a los mandatos de la autoridad –siempre usurpadora- que violan las convicciones morales; en resumen, el derecho natural a resistir la tiranía política.

La mayoría no son todos. A pesar de que una gran parte de la población, por inconsciencia, por costumbre, por beneficiarse de ello, o por cualquier otra razón, acepta irresponsablemente la autoridad estatal originada en los parlamentos -autoridad que consolida la desigualdad social y el dominio de una clase enquistada en la política y las finanzas- hay una minoría a la que repugna colaborar con la injusticia, negándose por razones de conciencia a acatar el ordenamiento vigente en materia de elecciones. Siente que como mínimo su derecho al desacuerdo ha estado conculcado y que su opinión no ha sido tenida en cuenta, por lo que recurre a la insumisión, enfrentándose a las leyes que regulan la servidumbre.

La insumisión electoral, más todavía que la abstención, es una forma pacífica de disidencia que se desprende de un no-reconocimiento personal de los partidos, el parlamentarismo y el Estado, entidades en las que el disidente no se siente representado. Es el rechazo concreto de una normativa odiosa e inicua que vulnera las convicciones libertarias del elegido. El insumiso, mediante su negativa a participar en nada que legalice políticamente la dominación, antepone su conciencia al nefasto ordenamiento legislativo, y decide arrostrar las consecuencias de su insumisión antes de dar un sólo paso hacia el atropello y la desigualdad. La insumisión es la cara opuesta a la servidumbre voluntaria típica de las mayorías ovejunas.
 
La tiranía opresora no duraría un segundo si nadie consintiera en sufrir su yugo. Cesando de aceptar la tiranía, sin ni siquiera necesidad de lucha, todos recobrarían la libertad. Pero revolcándose los individuos en el barro de la sumisión, se complacen en vivir como han nacido, sin exigir otro derecho que el que se les ha otorgado. No obstante, a pesar del empeño que ponen los dirigentes en envilecer a todo el mundo, siempre hay quien no acata de buena gana lo que antaño otros solamente acataron a la fuerza, y trata de recuperar al menos un poco de la libertad que a aquellos les arrebataron. A los insumisos, las palabras de Etienne de La Boëtie en tiempos en que los ejércitos de Henri II sembraban el terror en Francia les han de resultar familiares:

“Resolveos a no ser esclavos y seréis libres. No se necesita para esto pulverizar al ídolo; será suficiente no querer adorarlo; el coloso se desploma y cae a pedazos por su propio peso, ya que la base que lo sostenía llega a faltarle.”


miércoles, noviembre 26

Apuntes contra el progreso


Charla de Miquel Amorós del 8 de noviembre de 2012 en el Círculo de la Amistad-Numancia, de Soria.
Editado en la revista Raíces nº5. Crítica, análisis y debate en torno a la destrucción del territorio. Primavera-verano 2013 / Extremadura. 
 
 
 
“…hace falta que la memoria consiga retomar el hilo del tiempo para recobrar el punto de vista central desde donde descubrir el camino. A partir de ahí comienza la reconquista de la capacidad de un juicio crítico que basándose en hechos constatables dé respuesta al envilecimiento de la vida, y que precipite la escisión de la sociedad, momento preliminar de una revolución, planteando la cuestión histórica por excelencia, a saber, la cuestión del progreso.” Historia de diez años, Encyclopédie des nuisances, nº2.

Dada a conocer por la Ilustración, en sus orígenes la idea de Progreso era casi subversiva. La Iglesia imponía los dogmas de la creación y el fijismo que sentaban la inmutabilidad de los seres vivos, creados por la divinidad tal como eran, por lo que en la Enciclopedia hubo pocas líneas bajo la rúbrica “Progreso”, definido simplemente como “movimiento hacia delante.” Por otra parte, Diderot y otros enciclopedistas no consideraban la sociedad civilizada como superior a la salvaje sino bien lo contrario, por lo que su posición relativa al progreso sería cuando menos escéptica o precavida. Sea por una cosa o por la otra, la idea se fue imponiendo en Europa a partir de la revolución industrial. Como dice Mumford, “el progreso era el equivalente en historia del movimiento mecánico a través del espacio.” Era la interpretación del hecho del cambio como algo unidireccional, donde la marcha atrás, o sea, la decadencia o el retroceso, quedaban explícitamente excluidos. El pensamiento ilustrado interpretaba la producción industrial como el anuncio de un mundo libre de prejuicios religiosos y gobernado por la Razón, donde todos tendrían la felicidad al alcance de la mano. Los hechos lo contradecían a menudo, pero la contradicción se resolvía contando con que la marcha atrás formaba parte del avance; por ejemplo, se suponía que la fealdad de la sociedad industrializada estaba preñada de un porvenir donde la abundancia material sería la norma y la libertad su resultado. Por añadidura, la ciencia solucionaría todos los problemas, la economía crecería y el Estado democrático ofrecería la igualdad ante la ley a la hora de la distribución. Sin embargo, toda medalla tiene su reverso y a golpe de ciencia, estatismo y productividad el progreso nos ha conducido al borde del precipicio: la ciencia y la tecnología han transformado los medios de producción en medios cada vez más destructivos; el desarrollo económico ha engendrado desigualdad, injusticia social y miseria por doquier, devastando de paso el medio ambiente; el Estado se ha convertido en un monstruo burocrático tentacular que devora la vida de sus súbditos. Los desastres sociales y ecológicos se han vuelto moneda corriente y la insatisfacción, como la crisis, se ha generalizado. Los individuos, sojuzgados por la producción y la política, son incapaces de dominar su destino. En su interior habita un vacío acumulado durante más de dos siglos que les imposibilita formular y comunicar su insatisfacción, aunque por primera vez, de forma general, se derrumba la creencia en un futuro mejor. Confrontados a la posibilidad real de que el mundo entre en dificultades mayores anunciando su fin a medio plazo, la idea de futuro ha perdido toda su validez. En vista de los retrocesos de tanto avance los sufrimientos de las generaciones pasadas parecen haber sido en balde. El hecho es importante puesto que todos los idearios emancipadores desde la Revolución Francesa hasta Mayo del 68 se justificaban en nombre de la razón científica y del progreso.

Para los progresistas, la ciencia revelaba leyes económicas y sociales inexorables cuya necesidad histórica no se cuestionaba, ya que, inscritas en la naturaleza de las cosas, estaban por encima de los designios humanos: para ser equitativo y justo había que obedecerlas y observarlas. La principal sería la que postulaba la continua e ilimitada perfectibilidad del ser humano gracias según Godwin, el referente más antiguo de la anarquía, al imperio de la Razón científica. Fourier decía que era deseo de la naturaleza que la barbarie tendiera por etapas a la civilización. Proudhon incluso afirmaba que la idea de Progreso sustituía en filosofía a la idea del Absoluto. Marx designaba a la clase obrera como su principal agente histórico, en tanto que “fuerza productiva principal”. El proceso histórico, según Hegel, era la estela que deja la Idea (el progreso) en su marcha. Marx, su discípulo, nos enseñaba que dicho proceso no era más que un encadenamiento natural de etapas económicas obedeciendo a unas leyes contra las cuales la voluntad humana no podía nada; es mas, aquélla era determinada por éstas. El devenir histórico asociado al desarrollo científico y técnico de la producción, ocuparía el centro de la doctrina marxista bien criticada por Bakunin, en la que quedaba implícito que el conocimiento científico de sus leyes iluminaría a una clase de dirigentes que, organizados en partido, guiarían a las masas en una revolución que apuntaría al mejor de los destinos en una sociedad sin clases. Eran unos golpes tremendos a la metafísica y a la religión, pero que no las derribarían, sino que al contrario, las reforzarían con una nueva superstición: la superstición científica.

El fetichismo científico es la sustancia de la idea de Progreso. Para los progresistas de cualquier escuela la ciencia aparecía como el remedio de todos los males. Todo el pensamiento tenía que adoptar sus métodos y aceptar sus conclusiones. Las reflexiones sobre la verdad, la justicia o la igualdad que no se atuvieran a la ciencia, serían calificadas de disquisiciones metafísicas. Si la religión era cosa del pasado, la ciencia pertenecía al futuro desarrollado, al progreso. Pero sin embargo ambas eran menos incompatibles de lo que se creía. En el progresismo la ciencia se mostraba no sólo como conocimiento, sino como fe. Saint-Simon, uno de los primeros reformadores socialistas, consideraba a sus seguidores “evangelistas del ingeniero” y “apóstoles de la nueva religión de la industria.” Para su díscolo alumno Comte la ciencia elevaba al hombre a “director de la economía de la naturaleza, a la cabeza de los seres vivos”, despertándole “el deseo noble de incorporación honorable a la existencia suprema”, y, en consecuencia, llevándole a una “unidad perfeccionadora” con el “Gran Ser”, forma definitiva de la existencia. El libro más leído del siglo XIX, “El año dos mil”, una utopía tecnocientífica escrita por Edward Bellamy, describía la toma de conciencia de la inhumanidad de las relaciones sociales en términos religiosos: “La salida del sol, tras una noche tan larga y oscura, debió tener un efecto deslumbrador (…) Es evidente que nada pudo contener el entusiasmo que inspiraba la nueva fe (…) Por primera vez desde la Creación, el hombre se mantuvo erguido ante Dios (…) El camino se abre ante nosotros y su extremo desaparece en la luz. El hombre debe volver a Dios…” La divinidad había colocado en el corazón de los hombres la idea de Progreso, “que nos hace encontrar insignificantes nuestros resultados de la víspera y siempre más lejano el punto adonde nosotros queremos llegar.” Las raíces recién arrancadas del terreno religioso, crecían ahora en un terreno similar gracias a la fascinación que despertaba la magia científica. Acabada de abatir la autoridad divina, la nueva fe prometía hacer de los hombres dioses mortales habitando un Olimpo tecnocientífico. Pero al fundarse la economía en la separación de los individuos entre sí, en la separación entre ellos y el producto de su actividad, y entre éste y la naturaleza, su desarrollo apoyado en la ciencia trajo una plusvalía de irracionalidad. Pronto aparecieron en la nueva especie dirigente inspirada en supuestos científicos, rasgos sospechosos que con el tiempo se harían clamorosos, tanto en el campo capitalista como en el socialista; por ejemplo la tendencia a legitimar los medios por el fin, el presente por el futuro, o lo real por lo ideal; la clase dirigente apelaba a los imperativos urgentes de la situación del momento para suprimir la poesía de la revolución liberadora, posponiendo sine die una justicia y una libertad cada vez menos concretas. Así pues, la vida social propiciada primero por la burguesía, y después por la clase burocrática nacida de la revolución, tendió a regirse según criterios pragmáticos, renunciando a los dictados de la razón objetiva; éstos quedaban reducidos a su dimensión utilitaria, subjetiva y formalista. En consecuencia, mientras la conducta moral se disolvía en el egoísmo mezquino, el orden económico y político quedaba garantizado. Comte, cuya divisa política era “Orden y Progreso”, ya había precisado antes que “en todos los casos las consideraciones sobre el progreso están subordinadas a las del orden.” Y remontándonos más en el curso de la historia, un ilustrado precursor como Fontenelle sostenía que la verdad, determinación principal de la Razón, debía de subordinarse a criterios de utilidad, incluso ser sacrificada si así lo aconsejaban las conveniencias sociales. Lo mismo podía decirse de las demás determinaciones. La clase burguesa, y tras ella la burocracia, al liquidar la Razón inventaba una nueva metafísica seudorracionalista que se manifestaba como una fe ciega en los descubrimientos científicos, en las innovaciones técnicas y en el desarrollo económico, fe designada como “materialismo” y destinada a desembocar en un presente perpetuo de sinrazón y barbarie. Por ejemplo, el estalinismo demostraría que tampoco la historia progresaba adecuadamente y que el progreso histórico no había sido más que una ideología al servicio de una nueva clase dominante, la burocracia de partido, con la que cubrir una opresión de dimensiones colosales. A partir de un determinado nivel del reverenciado progreso, el que condujo a la primera guerra mundial y al auge del nazismo, los efectos negativos superaban ampliamente a los positivos hasta constituir éste una amenaza para la especie humana: en la etapa siguiente de desarrollo el fin último del progreso se revelaría entonces como el fin de la humanidad, materializado primero en el armamento nuclear; después en el Estado policial y la industrialización del vivir; y por último, en la polución y el calentamiento global. Si la historia sigue el curso marcado por la hybris progresista en cualesquiera de sus variantes, el punto final será la desolación, no el Edén del consumidor feliz o el paraíso comunista.

La idea de Progreso establece una trayectoria ascendente desde las sociedades tachadas de primitivas hasta la civilización moderna actual. En la práctica significa una transformación incesante del medio social y una renovación constante de las condiciones económicas que lo determinan. El presente no es más que una etapa pasajera en el camino de un porvenir mejor. No obstante, la idea considera la sociedad presente como superior a todas las épocas pretéritas y sobre todo contempla su devenir como culminación de sí misma. Éste no es más que una apoteosis del presente. En realidad el futuro se esfuma en la ideología, no quedando del progresismo sino una vulgar apología de lo existente. Por eso, toda la clase dominante, en política y en economía, reivindica el progreso como una seña de identidad, porque, en la medida que domina el presente, reescribe el pasado del que se siente heredera y conjura el futuro que no termina de controlar. El progreso es “su” progreso. Los dirigentes progresan, valga la redundancia, merced al progreso de la ignorancia y al del control, dando lugar a aparatos cada vez más gigantescos. Piénsese las posibilidades de dominio que inauguran los sistemas tecnológicos de vigilancia o la cultura de masas, por no hablar de la difusión del modelo educativo estatal en el que ponían sus esperanzas los primeros progresistas, creador de una forma de ignorancia funcional que el espacio virtual ha generalizado. Así se explica que los individuos, por más que la ciencia haya progresado, sean menos que nunca dueños de su destino. Lo que hoy en día se llama Progreso no conduce al esclarecimiento de la mente ni a la autonomía personal porque lo único que pretende es el crecimiento económico y el modo de vida consumista que le está asociado. El poder separado que lo reivindica necesita seres egoístas y atemorizados, o mejor aún, mecanizados. No quiere seres de juicio independiente capaz de orientar su conducta moral de acuerdo con el conocimiento objetivo, sino a gente irreflexiva y uniformizada, absorbida por lo accesorio y lo instantáneo, y atenazada por el miedo. Gente programada para inclinarse ante los mensajes recibidos desde el aparato de la dominación. La estandarización y mercantilización de todas las actividades humanas producen la sinrazón característica que los dirigentes consagran en nombre del Progreso; mientras tanto, la ingeniería genética construye sus fundamentos biotecnológicos. La cultura de la verdad y la justicia no fructifica en él, pero su imagen sirve de coartada a la esclavitud y la opresión. Los pretendidos avances sociales se ven siempre acompañados por la inconsciencia, la deshumanización y la anomia, de forma que el susodicho Progreso elimina el mayor de sus postulados: la idea misma de hombre libre y emancipado.

Recapitulemos. En principio, el concepto moderno de Progreso es hijo de la derrota de la religión por la Razón. No obstante, la victoria de la Razón fue sólo aparente, es decir, no fue la victoria de la humanización. Ya hemos hablado de la degradación de la Razón a instrumento del poder. Hablemos ahora de las consecuencias que tal degeneración tuvo para la naturaleza. Al imponerse una concepción racional del mundo a la cosmovisión religiosa, la naturaleza quedó desacralizada y el mundo, desencantado. Perdió todo su significado y en adelante la contemplaron con indiferencia como un objeto inerte y una materia prima; en suma, como un almacén de recursos. El antagonismo entre una naturaleza despojada de sentido y una civilización expoliadora quedó plasmado en una serie de conceptos ambiguos como el éxito, el bienestar, el desarrollo o… el progreso. La actividad humana dejó de celebrar la relación misteriosa con la naturaleza y pasó, no a considerarla racionalmente tratando de aprehender su verdad para poder así guiarse, sino que procedió a su dominación. Entonces, al convertirla en un objeto de explotación sin límites, lo realmente conseguido fue la adaptación forzosa de los individuos a un medio social coactivo engendrado durante el proceso. El progreso se pagaba sometiendo la vida a la racionalización pragmática impuesta por la mercancía y el Estado en la que los medios se confundían con los fines: la vida obedecía al progreso, no al contrario. La vida esclava del progreso era un crisol donde se fundía la razón objetiva y se evaporaban todos los conceptos que constituían su núcleo: verdad, justicia, felicidad, igualdad, solidaridad, tolerancia, libertad… Tal como concluía Horkheimer, “el dominio de la naturaleza incluye el dominio sobre los hombres.” La tiranía ejercida sobre la naturaleza trajo como consecuencia la sumisión y el embrutecimiento simultáneos del ser humano. El vaciado de la conciencia se deducía de la concepción mecanicista del hombre. Ya el más extremista de todos los filósofos materialistas, La Mettrie, concebía al ser humano como una máquina que se montaba ella misma sus resortes, y consideraba el pensamiento como un subproducto de la actividad mecánica de importancia menor. Tal inaudita concepción, formulada a mediados del siglo XVIII durante la lucha intelectual contra los sistemas metafísicos y las religiones, fundaba científicamente la manipulabilidad de la especie humana, cosa que las clases dirigentes de la posteridad tomaron muy en serio. Por ironía de la historia, la religión no saldría perdiendo. Un siglo más tarde, el álgebra de Boole, que hizo posible la simulación mecánica del pensamiento humano, redujo éste a una simple representación matemática, persiguiendo ni más ni menos que la “revelación de la mente de Dios.” Si ascendemos por el camino de la matemática binaria, sin lugar a dudas, los ordenadores digitales nos acercarán más a la divinidad, que ya no está en los cielos, sino en el espacio virtual.

Desvelado el lado oscurantista de la ciencia a medida que la extrema especialización dividía el conocimiento en compartimentos estancos, su incapacidad en proporcionar una concepción del mundo holística, unitaria y coherente que formara a los individuos y reforzara su vínculo con la naturaleza, quedaba la tecnología como último fetichismo por denunciar. En las últimas fases de la dominación capitalista el progreso equivale al progreso técnico, pues los expertos que trabajan para ella atribuyen a la técnica la expectativa de la salvación última, a la que empresarios, políticos y desinformadores fanatizados han convertido en una ortodoxia casi milenarista. Con la tecnología, los males del desarrollo se curan con más desarrollo. En consecuencia, la técnica ha creado un medio artificial y jerárquico ajeno a las necesidades sociales donde se desenvuelve toda la vida cotidiana, una segunda naturaleza que determina completamente el orden social. Los individuos han escapado a los condicionamientos naturales para caer esclavos de las máquinas. Las máquinas intervienen las relaciones entre humanos y median ahora entre ellos y la naturaleza, impidiendo cualquier relación directa. El hombre, subido al carro del progreso, queda definitivamente aislado de sus congéneres y cortado del cosmos, al que no contempla como algo vivo ni se considera parte de él. El biólogo y cristalógrafo británico John Bernal celebraba en Mundo, carne y demonio, esa emancipación de las servidumbres naturales: “la tendencia fundamental del progreso es la sustitución de un entorno de causalidad diferente por otro deliberadamente creado. Con el paso del tiempo, la aceptación, la apreciación, incluso la comprensión de la naturaleza, será cada vez menos necesaria.” La mente humana capitula ante el maquinismo, se vuelve tecnólatra. La automación colabora. El individuo se considera libre en la medida en que se deja llevar por las máquinas, que ahora son su medio; las máquinas hacen todo el esfuerzo y le ahorran incluso el trabajo de la reflexión. Pero la libertad de un orden mecánico excluye el derecho a no usarlas. Todos dependen de ellas y nadie puede vivir al margen, es decir, nadie puede vivir en contra del Progreso.

En un mundo cuantitativo la razón técnica coloca los actos reflejos por encima de la inteligencia, el rendimiento por encima del sentido y el cálculo por encima de la verdad, de forma que cuando hablan de “inteligencia artificial”, no es porque los artefactos se hayan vuelto pensantes, sino porque el pensamiento humano se ha vuelto mecánico. Los visionarios de la deshumanización completa, la machina sapiens no es más que la transferencia del legado mental a una descendencia mecánica, pues el hombre inmerso en un universo tecnológico funciona como una máquina y la máquina, como un autómata humano. Su destino, tal como señalan las condiciones actuales de existencia, es “pasar la antorcha de la vida y de la inteligencia al ordenador.” La conclusión que se impone no es sin embargo el rechazo de la técnica, sino el del papel que desempeña en el actual periodo histórico de dominio capitalista, comenzando por su función religiosa redentora bastante compartida por las masas. La técnica, en cuanto facilita a los humanos el metabolismo con la naturaleza, es necesaria. La herramienta ha creado al hombre. Pero cuando se vuelve discurso del poder, tecnología, se convierte en una amenaza para la supervivencia de la especie. La técnica sigue un camino que se aparta de las necesidades humanas básicas y termina creando un mundo propio. Es el momento de su autonomía, el momento en que toma el mando. La convivencia no puede nada contra una tecnología invasora que altera constantemente la sociedad al ritmo de incesantes novedades. Si hoy hacemos inventario de lo que aporta y lo que sustrae a la sociedad el balance no puede ser más negativo. Por un lado la implantación del homo economicus, el hombre que se mueve solamente por el interés, en una parte del mundo y el incremento del nivel de consumo superfluo. Por el otro, la depauperación y explotación de la parte restante, el agotamiento de recursos, la acumulación de armamento y la aniquilación del planeta. Se confirma pues que el problema social mayor no es la falta de desarrollo, sino el mismo desarrollo. No es la falta de tecnología, sino la ausencia de fines humanos.

Al contrario de las culturas “primitivas”, la civilización materialista es indiferente a su dependencia del entorno y asimismo nunca ha intentado mantener un equilibrio cualquiera con el medio natural. Su necesidad de crecer disfrazada de progreso le lleva a contaminar el suelo, a corromper el aire, a adulterar los alimentos y a emponzoñar el agua. A exacerbar las diferencias sociales y poner en peligro la salud de la población. La destrucción acelerada del medio natural y social en la que hemos entrado no se puede evitar sino que va en aumento: es fruto de la propia dinámica del sistema, que necesita crecer con la mayor celeridad. Las agresiones al territorio se han hecho habituales y el problema no es tanto su impacto instantáneo como su efecto acumulativo, plasmado en la crisis energética, los desastres nucleares y el calentamiento global. La nueva conciencia ecológica de los dirigentes llega para hacer rentable la propia destrucción, que es inevitable, puesto que está inscrita en el modo dominante de producir y consumir. El progreso hoy se viste de verde para comerciar con los desperfectos; es más, no tiene otro traje con el que vestirse: sus demandas constantes obligan a una sobreexplotación del territorio. Todo en el reino de la mercancía tiene un precio, desde el aire que respiramos hasta los paisajes que visitamos, pero en lo sucesivo el precio ha de ser ecológico. Los dirigentes convertidos al ecologismo han de incorporar el coste de unos cuantos daños colaterales del desastre al precio final si quieren que los fundamentos de la sociedad industrial no se alteren. Si eso pasara, para ellos eso sería el fin del Progreso, pero para nosotros, el Progreso es el fin.

La crítica a la idea de Progreso nos conduce por sendas peligrosas franqueadas por abismos ideológicos. Desde el punto de vista filosófico, la demolición del materialismo progresista no implica un retorno a la dualidad espíritu-materia o un puente tendido al nihilismo. Tampoco el rechazo de una historia teleológica significa necesariamente el rechazo de la historia. La negación de una ética científica no llega a la impugnación de la ciencia como tal, ni la inanidad del sistema educativo excluye la instrucción. Simplemente, la constatación de que la historia no tiene un plan ni esconde una meta, de que las leyes históricas no son tales puesto que la historia de la humanidad es un proceso de consumación más que de devenir; de que el conocimiento científico no sirve por si sólo como faro social y de que la transmisión de la experiencia generacional no funciona a través de aparatos educacionales. Hemos afirmado que las contradicciones sociales derivan en último extremo de las contradicciones entre la sociedad y la naturaleza desveladas por la historia. Pero somos hijos de la Razón ilustrada, no del Bhágavad-Guitá o del Paleolítico Inferior, por lo que creemos que las contradicciones no se resuelven elevando la naturaleza a principio máximo, ni se conjuran con la ayuda del Cielo o de las sagradas escrituras, propiciando una vuelta religiosa a la naturaleza o al pasado. Tales buenas intenciones no mitigan la crisis del pensamiento racional ni la crisis del mundo, antes bien nutren ideologías irracionales y movimientos fundamentalistas que ahondan dicha crisis. La crítica de la idea de Progreso no es una revuelta contra la Razón ni contra la formación intelectual y el saber, y ni mucho menos contra la civilización en general; es una crítica de su degradación y eclipse. No apela a la Trascendencia, a una Nueva Ciencia o a la Tradición, sino al pensamiento libre de cadenas que subvirtiendo las bases ideológicas del sistema, lleva a los seres humanos a una unión racional y a la armonía con la naturaleza.

No somos sólo hijos de la Ilustración; también lo somos del Romanticismo, de su voluntad de verdad, de belleza y de acción, y de su búsqueda de espiritualidad y de misterio. Nos levantamos en nombre de la Razón y la lógica, sí, pero asimismo en nombre de la emoción, la pasión y el deseo. Si bien el hombre que quiere ser libre no intenta cambiar de mitos sino ir a la raíz de las cosas, tampoco renuncia a “reencantar” el mundo en desacuerdo absoluto con la clase dominante. El reencantamiento es una concienciación ligada a los esfuerzos revolucionarios ante la lamentable marcha del progreso capitalista, que cuantifica, mecaniza y destruye la vida. Es un reencuentro entre lo racional y aquello que los surrealistas tildaban de maravilloso. En la revolución y en la poesía, que viene a ser lo mismo, está el camino hacía una civilización alternativa. Es la única manera que la humanidad tiene de crecer y de convertirse en lo que potencialmente es. El nuevo punto de partida no se halla en una burocratización de la naturaleza equiparable con la de la sociedad, sino en una reconciliación desburocratizada entre ambas. La reconciliación cuestiona de entrada las condiciones actuales que se oponen a ella, como son la industrialización, el estatismo, el desarrollo económico y el progreso. Por lo tanto su programa ha de ser desurbanizador, anti-industrial, antipolítico y antiprogresista; ella ha de promover nuevos valores, nuevos modos de vida, nuevas maneras de acción social… La naturaleza y la sociedad han de encontrar su equilibrio, pero para ello tienen que ser salvadas de los burócratas, de los expertos, de los inversores y de los ideólogos redentores. La única manera de lograr la armonía entre ambas es no cediendo, ni en la teoría ni en la práctica, a la lógica de la dominación. Solamente una sociedad que sea dueña consciente de su propia historia podrá manumitir a la naturaleza esclava del progreso. Pero esto no es un presupuesto eternamente posible: gracias a la tecnociencia, la dominación está fabricando un mundo literalmente inhabitable y como señala Walter Benjamin en Dirección Única, si los dirigentes no son derrocados “antes de un momento casi calculado de la evolución técnica y científica, todo se habrá perdido. Es preciso cortar la mecha que arde antes que la chispa acabe con la dinamita.” 

La revolución necesaria no se desprende de una mera contradicción entre las masas consumidoras y la financiación del consumismo, sino de la reacción decidida contra un progreso que conduce irremediablemente a la catástrofe.

domingo, noviembre 23

La nostalgia de los orígenes

“Recios descendientes de Dárdano, la tierra que vio brotar la cepa de vuestros padres aguarda vuestro retorno; id a buscar a vuestra madre antigua.”
Virgilio, La Eneida


La disolución de todos los lazos sociales no reducibles a transacción que conlleva el reinado total de la mercancía sobre la vida humana suscitó dos tipos de reacción: uno, racional, y otro, ajeno a la Razón. El primero se concretó en un democratismo radical que se separaba del liberalismo burgués para desembocar en un anticapitalismo socialista, siendo la escuela anarquista naturista, a nuestro parecer, su primera variante más incisiva. Pero la aniquilación de la memoria que corre pareja a la colonización mercantil favorece la irracionalidad en detrimento de la reflexión y de la crítica histórica, por eso la legítima resistencia al capital, sobre todo cuando proviene de grupos sociales rurales, se ha manifestado a menudo de manera sentimental, conservadora y ultramontana. Aunque el anticapitalismo en sus primeros balbuceos habla con frecuencia el lenguaje de la religión, es una lucha a la que sólo falta la conciencia de lo que hace para ser revolucionaria. El repliegue local en torno a “las viejas leyes”, a la tradición, o a la monarquía absoluta, obedeció a las mismas causas que las revueltas campesinas milenaristas o los motines ludditas de los tejedores y mineros, ocurridos en diversos puntos de la geografía ibérica durante el siglo XIX. Las raíces más profundas del nacionalismo periférico penetran en esa época, y en el caso vasco son bien evidentes, pero el nacionalismo propiamente dicho se manifiesta de muy diversas maneras según los intereses de clase que lo utilizan como paraguas ideológico y político, según el peso específico del proletariado y según el desarrollo capitalista alcanzado. En la actualidad, cuando el proceso de industrialización ha culminado transformando la sociedad misma en una industria global, cuando el rodillo uniformizador de la cultura de masas ha suprimido las diferencias, y cuando el desarraigo excita la nostalgia de la identidad perdida, muchos son los que parten en busca de su “madre antigua”, y, el nacionalismo, a menudo mezclado con otras ideologías, vuelve a la palestra.

La pregunta sobre qué relación pueden mantener la polémica nacionalista con los proyectos de emancipación social tiene diferentes respuestas según el tipo de nacionalismo que se trate y el momento histórico preciso. De entrada podemos decir que actualmente la casi totalidad de los nacionalismos y patriotismos identitarios son en la práctica alternativas políticas al desarrollo capitalista regulado por un Estado central, por lo que su relación con la libertad y el fin de la opresión es nula. Precisamente la parte más interesante del nacionalismo, y la más progresista en sentido humano, la de sus orígenes románticos, es decir, la defensa de los usos y costumbres antiguas, las instituciones comunitarias, el igualitarismo, el rechazo al proceso de industrialización y, en general, todo lo que constituye realmente el hecho diferencial, es el lastre del que éste se desprende en pro de una modernización económica extrema que han de dirigir y tutelar Estados periféricos. La mayoría de los nacionalistas de hoy no quieren defender su identidad preservando su territorio de los flujos financieros mundiales, sino creando una ventajosa franquicia local que los atraiga. El desarrollo de sistemas metropolitanos regionales como nodos de las redes del capitalismo globalizado vendría a proporcionarles el mejor argumento secesionista: las conurbaciones-Estado son la forma política más adecuada de la mundialización económica, la que proporciona mayores beneficios. Éste nacionalismo defiende pues los intereses de las oligarquías locales en conexión íntima con las finanzas mundiales; las diferencias que los nacionalistas mantienen entre sí, en la medida que tienen un sentido, obedecen al peso variable de las clases medias emergentes en sus esquemas, más o menos proclives a la independencia según menor o mayor sea la necesidad o el temor al centro.

El nacionalismo se basa en la suposición de la existencia de un pueblo diferente, étnico, homogéneo, con intereses propios, que habla una lengua propia, tiene su propia cultura y por tanto constituye una nación. Por “derecho histórico” le corresponde desarrollar sus propias instituciones soberanas fruto de la voluntad popular en el marco de un Estado independiente, con su parlamento, sus funcionarios, su policía, su ejército, sus magistrados y sus fronteras.

Intentaremos demostrar que todo ello es una falacia. Todo lo que podía definir un pueblo hace tiempo que no existe y por consiguiente, tampoco existe ninguna voluntad popular. La necesidad de un mercado nacional creó al Estado central, arruinó las economías locales no capitalistas y derogó sus leyes. El campo se fue empobreciendo, las instituciones “históricas” fueron suprimidas, el folklore popular y las tradiciones se fueron perdiendo junto con todas las relaciones sociales exteriores a la economía (basadas en la reciprocidad, el apoyo mutuo, la donación, la redistribución, el trueque…), se desamortizaron las tierras comunales, se disolvieron los gremios, surgieron las clases, se desencadenaron movimientos migratorios y, en fin, el individuo fue arrancado de su comunidad y arrojado al mercado. En el tránsito de una sociedad precapitalista a otra capitalista, los pueblos fueron progresivamente homologados y uniformizados, es decir, transformados en clase social, proletarizados. Desapareció cualquier comunidad o armonía de intereses que hubiera podido existir entre los estamentos del Antiguo Régimen, borrada por la intromisión capitalista en la sociedad. El interés económico privó sobre cualquier otro, la cultura popular pasó a mejor vida y la lengua dejó de usarse entre las élites. A pesar de los meritorios renacimientos culturales ligados a la intelligentsia local o a sectores burgueses en conflicto con el Estado (debido al desarrollo desigual de las clases dominantes), lo cierto es que el proceso continuó, y con la aparición de la cultura de masas, o sea, del espectáculo, del entretenimiento generalizado, de los mass media, etc., la lengua perdió su validez como vehículo de cultura y herramienta de comunicación -cualquier lengua- acabando su papel de última seña de identidad superviviente. La institucionalización contemporánea de la cultura y la enseñanza de las lenguas periféricas tiene el mismo efecto que la institucionalización de la cultura castellana y la promoción de la lengua estatal: ningún lenguaje sirve para comunicarse. Las condiciones modernas de existencia impiden cualquier comunicación de envergadura; lengua y comunicación ya no van parejas.

La uniformidad conseguida bajo el capitalismo significó el final de los pueblos y las naciones. El contenido real de la resistencia popular a lo que implicaba tal uniformización, es decir, la resistencia a la creación de un mercado del dinero, de la tierra o de la mano de obra, fue desnaturalizado por la burguesía y la pequeña burguesía locales mediante la confección de estereotipos étnicos y mitos nacionales, la manipulación de la historia y la invención de una tradición espuria amalgamada con residuos folklóricos. Los nacionalistas necesitan una Edad de Oro de donde extraer imágenes idílicas y visiones de fábula que sirvan de modelo a la imaginación patriótica de su electorado. No obstante, nunca basta con eso y la presencia activa del proletariado militante, factor nuevo, forzó los nacionalismos a definirse respecto a él. No faltó quien hallara en la clase obrera revolucionaria al único sujeto capaz de resolver la cuestión nacional. El proletariado, en tanto que “pueblo trabajador” y mayoría social, se veía convertido en depositario de las esencias patrias. En general, las diversas tendencias socialistas reaccionaron en contra. Los anarquistas, por ejemplo, se oponían a la independencia en nombre de la unidad del proletariado, y a la formación de un nuevo Estado en nombre de sus principios. La CNT llegó en su día a rechazar el estatuto catalán a pesar de que la mayoría de sus afiliados había votado al partido nacionalista ERC porque obedecía a directrices capitalistas. La verdadera independencia era la revolución social. El federalismo proletario iba más lejos que la secesión estatista, la cual desviaba la atención de los trabajadores y dejaba la explotación tal como estaba. La CNT reconocía al “pueblo catalán”, pero no a la burguesía catalana; Cataluña era un país, pero no una nacionalidad. Nación y Estado eran sólo artificios. Cataluña sería libre solamente como conjunto de municipalidades federadas, sin fronteras, no como Estado. La defensa de la lengua y la cultura catalanas oprimidas eran perfectamente compatibles con la lucha de clases, pues aunque el proletariado fuera internacionalista y no tuviese patria -su patria era el mundo-, sí que tenía lengua. En efecto, nunca fue más libre Cataluña que los dos meses y medio que fue regida por el Comité de Milicias Antifascistas, pero esa no era la clase de libertad que deseaban los diversos intereses camuflados con la bandera del catalanismo, a excepción de aquellos representados por el POUM. Tales intereses se transformaron durante la guerra civil en la vanguardia de la contrarrevolución, cavando una fosa entre los trabajadores y el nacionalismo catalán todavía no colmada. El efímero resurgimiento del movimiento obrero en los años sesenta y setenta destapó nuevamente el nacionalismo de tinte socialista, incluso dio pie a cierto anarcopatriotismo que desgraciadamente apenas aportó nada al debate identitario y aún menos contribuyó a la renovación teórica libertaria. El señuelo de las raíces perdidas le hizo caer en la trampa de la “identidad” recobrada, avalando con más o menos apetito la parafernalia nacionalista más sospechosa, el neofolklore, las banderas, los himnos, las “normalizaciones” y la cultura subvencionada, todo ello presentado por la oligarquía local como recuperación de la nacionalidad, no siendo en cambio más que el currículum obligatorio suplementario del súbdito deseoso de prosperar en el nuevo marco político.

Hoy -en Iberia y, en general, en los países donde reinan las condiciones modernas de producción y consumo- no quedan pueblos, y para demostrarlo señalamos el descenso de la tasa de natalidad de la población autóctona, el envejecimiento indiscutible de la población y la avalancha de inmigrantes que garantizan el nivel de explotación que el funcionamiento de la economía requiere. Tampoco quedan lugares o paisajes específicos; la urbanización sin límites fusionó el campo con la ciudad destruyendo ambos y esparciendo por la geografía un modelo depredador de ocupación territorial único. La movilidad permanente ha hecho el resto. No hay raíces que valgan, ni etnias particulares, ni intereses nacionales, ni mayor identidad que la que proporciona la forma de vida uniforme generalizada. Bajo el dominio absoluto del capital, en plena mundialización de la economía, lo que asemeja a las gentes de cualquier procedencia es mucho mayor que lo que las separa. Variarán los niveles de consumo o el grado de opresión, pero las tendencias uniformizantes anulan cada vez más las diferencias. Por decirlo de alguna forma, todos acabarán tarareando la “Macarena” o execrándola. También la mezcla racial y el mestizaje son el resultado involuntario del dominio planetario de las finanzas.

En cada conurbación están presentes más de cincuenta idiomas. El interés nacional no es más que el interés del capital internacional representado en el territorio “nacional” por su oligarquía político económica. Solo los oprimidos son nación. ¿Significa esto que la reivindicación nacionalista es reaccionaria? No necesariamente; al menos no en su vertiente anticapitalista y anticentralista. No en tanto que referencia histórica de una vida al margen del mercado y ajena al Estado burgués. Sí en tanto que mistificación burguesa y coartada de dirigentes. Sí en tanto que espectáculo. La lucha contra la opresión de la marea globalizadora es una esencialmente una lucha local y una lucha por la relocalización, pero en todas partes es la misma; la libertad ha de empezar desde abajo, concretándose en formas locales, relaciones directas, en comunidades hablando sus lenguas, y eso, sin desviarnos de las exigencias cosmopolitas presentes, nos conduce al descubrimiento verídico del pasado. No se trata de volver a él, de desenterrar una sociedad extinguida, de dar vida a un pueblo momificado, olvidándonos del resto del mundo. No es un retorno como el que el dios Apolo indicaba a Eneas en la cita de Virgilio. Mejor es cuestión de recobrar la memoria, encontrando el punto en que la sociedad empezó su carrera demente, descubriendo en los viejos saberes y las viejas prácticas colectivas de los pueblos, pero no solo en ellas, las formas de una libertad perdida, con la intención de bregar por ella en los combates anticapitalistas modernos. En esa conexión histórica entre pasado y presente, entre experiencia local y realidad mestiza, a establecer por las verdaderas luchas radicales -las luchas que van a la raíz- hallaremos todos las señas de nuestra identidad futura.

Miquel Amorós.
18 de octubre de 2007

jueves, noviembre 20

Los niños no lloran: un acercamiento a la construcción de la masculinidad

Cuando hablamos de heteropatriarcado solemos entenderlo como un sistema de opresión hacia las mujeres que las posiciona en una situación de inferioridad frente al hombre. Sin embargo, en esta concepción olvidamos que, si bien es cierto que nosotras somos las principales afectadas, esto no significa que los hombres no sufran ninguna consecuencia de este sistema desigual. Así, de la misma forma que el patriarcado construye e impone unos cánones y una forma de ser específica para las mujeres, también los hombres (en su posición de machos dominantes) se ven obligados a seguir unas reglas que les conviertan en “hombres de verdad”.

La idea de cómo debe ser un “hombre” es conocida  en la actualidad como “masculinidad”, descrita desde el feminismo como la construcción cultural de género que designa el rol de los varones en la sociedad (estrechamente relacionada con la “feminidad”, el papel que el patriarcado otorga a las mujeres). Uno de los elementos claves que conforman la masculinidad es la violencia, y todo lo que ello engloba: desde pensar que se es físicamente más fuerte hasta eliminar los sentimientos en detrimento de la otorgada superioridad de género, pasando por la obtención de poder a través de esa supuesta fuerza.

Esta construcción del hombre como ser fuerte se inicia desde la infancia, con imposiciones como “los niños no lloran, eso es de chicas”. ¿Cuántas veces no habremos oído esa frase? Desde pequeños se nos enseña que los niños no pueden mostrar sus sentimientos, mientras que las niñas deben ser completamente sentimentales. Esta idea lleva al niño a ocultar todo aquello que no demuestre dureza, fuerza (en el fondo, violencia), convirtiéndose después en un adulto ahogado por sus sentimientos: incapaz de expresar su malestar, acumulará interiormente el dolor y el daño de toda una vida. Este tipo de enseñanzas, sumadas a la capacidad de los niños para imitar todo lo que ven (padres que no lloran, que son fuertes, verdaderos machos), suponen el principio de una formación de la persona completamente condicionada por la presión social y el machismo imperante.

Conforme vamos creciendo, la presión se hace cada vez mayor y comienza a aparecer de forma más evidente. La forma en que actúas, cómo te comportas, todo tiene un significado y, si te sales de los patrones establecidos, unas consecuencias. De esta forma, en la adolescencia la construcción de la masculinidad a través de la violencia se orienta en mayor medida hacia la construcción corporal. Partimos de la base de que el físico, la forma en que nos vemos y nos ven los demás nos afecta en la construcción del género, no solo a las mujeres (concebidas como bellas, delgadas, etc.) sino también a los hombres. La sociedad actual percibe al hombre como un ser de complexión fuerte, que es bueno en los deportes (en especial en el fútbol) y un competidor nato. Los hombres, y en especial los jóvenes, por lo general se relacionan entre sí a través de la competición, intentando demostrar quién tiene más fuerza, quién corre más, quién salta más… en definitiva, quién es el más macho de todos. La visión de algunos adolescentes ante esta competitividad, en el caso de que se den cuenta de su existencia, es la de relacionarla con el deseo de sobresalir entre el resto para impresionar a las chicas. De esta forma, el hombre humano hace como el macho animal, compiten entre ellos porque el más fuerte es quien se lleva a las mujeres. No solo encontramos aquí la conversión de la mujer en un objeto, un trofeo que puede ser ganado en una competición; sino que observamos también la presión a la que están sometidos los jóvenes a la hora de “conquistar” a una chica. En vez de enseñarles que cuando se quiere a una persona lo mejor es decírselo, tratarle bien, etc.; se les enseña, primero, que hay que ganar a una mujer y, segundo, que para ganarla hay que demostrar que se es el más fuerte, el más macho. Asumir estos principios, como sucede en la sociedad actual, conlleva a pensar que la violencia del hombre, su masculinidad, no es una construcción social que puede ser modificada, sino que viene dictaminada por la biología. Es decir, nos lleva a biologizar la situación masculina, aceptando que el hombre es violento por naturaleza y la mujer es pasiva y débil por lo mismo, asumiendo con ello la superioridad del hombre.

Es interesante en este punto retomar el tema del deporte, mencionado levemente en el inicio de la construcción corporal dentro de la masculinidad. Desde las clases de educación física hasta la vida adulta posterior, los chicos consideran vergonzoso el hecho de ser vencidos en cualquier ejercicio físico, más aún si la ganadora es una mujer. Vemos por tanto de nuevo la importancia del físico y la fuerza en la formación del género masculino. No obstante, existe un daño mayor para los hombres dentro del deporte y, en concreto, del fútbol: el culto al cuerpo. En la época actual, amar el futbol como deporte estrella es uno de los pilares básicos de la masculinidad, y el sistema se aprovecha de ello para construir mejor esa idea de lo masculino. De esta forma, se nos muestra la figura del hombre perfecto como el futbolista fuerte, musculoso, exitoso, que tiene a todas las mujeres a sus pies, que no se deja ganar por nadie. Esto es lo que ven los niños, los jóvenes y los adultos día tras día y lo que luego tratan de reflejar en su vida. Pero la realidad es que no existen hombres “perfectos” (entendiendo como perfecto lo que dicta el sistema), lo cual lleva a los adolescentes a entrar en una espiral de presión e infelicidad cuando no son lo suficientemente musculosos, no les gustan las mujeres o no se les da bien los deportes. La consecuencia es que unos se convertirán en machos que se presionan a sí mismos por ser como esos deportistas de la tele, mientras que otros se culparán y se sentirán mal por no poder ni tan siquiera acercarse a ese canon de perfección.

El resultado final, tras las imposiciones en la infancia y la adolescencia, es un adulto fuerte, valiente, viril, triunfador, seguro, competitivo… en definitiva, un hombre. Este, forzado por la sociedad a ser de esta manera (a riesgo de ser humillado y marginado), levanta una fachada de macho tras la que se esconde su verdadero ser, ese que le enseñaron que debía estar oculto. Después de un aprendizaje de años y años, las ideas de violencia, fuerza y superioridad están tan arraigadas en el cerebro que el verdadero yo oculto tras la máscara se siente como algo despreciable, en vez de como lo bueno. Es en esta zona donde más vemos las consecuencias negativas que tiene el machismo para los hombres, en ese intento por guardar el equilibrio en ellos mismos. Todo gira en torno al miedo a la exclusión social por salirse de las reglas establecidas: es una lucha constante entre lo que deben ser y lo que verdaderamente son y sienten; entre intentar ser libres y vivir bajo la presión social que no les deja serlo.

Es por esto que una de las acciones básicas para romper con el heteropatriarcado y el machismo es romper con las masculinidades hegemónicas, y no solo con la feminidad; es decir, romper con los esquemas de género, permitiéndonos ser personas, ni hombre ni mujer. Es importante que comprendamos que no somos dos seres que se complementan, es decir, la mujer no le da la parte femenina que no tiene el hombre, al igual que el hombre no le da la parte masculina que no tiene la mujer, y ninguno de los dos tiene algo que el otro jamás podrá tener. Hombre y mujer se reflejan el uno al otro, ambos son masculinos y femeninos al mismo tiempo, porque tanto la masculinidad como la feminidad no son sino simples construcciones sociales cuya única función, en el fondo, es oprimirnos y distanciarnos.


Dedicado a una persona que me recordó que ellos también sufren, haciendo que rescatase este artículo del baúl de los recuerdos.

Nota de la autora: este artículo es sólo una aproximación a la construcción de la masculinidad, por lo que sus ejemplos y temas tratados se deben entender como una pequeña parte de un todo más complejo aún de lo presentado aquí. Es decir, que debido a la falta de espacio me he dejado muchas cosas en el tintero sobre las que trataré de escribir en otra ocasión.

La niña que grita

lunes, noviembre 17

Izquierda y Derecha: Las dos caras del sistema de dominación

En la Antigüedad era habitual que en las ciudades Estado, sobre todo en Grecia, las diferentes facciones políticas se agrupasen en torno a uno o varios líderes destacados, aunque sin llegar a crear organizaciones partidistas propiamente dichas. Por regla general los miembros de estas facciones eran conocidos por el nombre de sus líderes. En otros lugares era habitual que diferentes clanes familiares diesen forma a esas facciones políticas, como por ejemplo ocurría en Escocia durante la Edad Media.

Sin embargo, en la época medieval se dan los principales antecedentes de los partidos políticos modernos. En aquella época el principal eje de conflicto que regía la política era el que establecía la distinción entre partidarios del Emperador y del Papa. Esto provocó la formación de grandes ligas entre diferentes familias dinásticas en su lucha por el acceso al trono del Sacro Imperio como fueron los gibelinos, reunidos en torno a la casa de Hohenstaufen, y los güelfos, que se agrupaban en torno a la casa de Welf. Las querellas de ambas casas reales condujeron la mayor parte de los conflictos que se desarrollaron en Italia durante la Edad Media y principios de la Edad Moderna, de tal modo que las diferentes ciudades se alinearon en cada caso a favor o en contra de una de estas familias, y generalmente tomando de referencia las preferencias de sus respectivas ciudades rivales. Si Florencia era güelfa Siena tenía que ser gibelina, y así sucesivamente, sobre la base del viejo principio de que los enemigos de mis enemigos son mis amigos. Pero incluso dentro de estas ciudades también se daban alineamientos entre las principales familias según su adscripción a la causa gibelina o güelfa a partir de las que se desarrollaban las disputas políticas internas, lo que provocaba en algunas ocasiones que la adscripción de una ciudad fuera variable como eran los casos de Bérgamo o Ferrara.

A finales del s. XVII en Inglaterra, durante el reinado de Carlos II, se formaron los principales partidos que organizaban las diferentes facciones políticas en el parlamento. Por un lado estaba el partido tory, compuesto por terratenientes anglicanos de la gentry, y el partido whig, liderado por nobles cuyo principal apoyo recaía en mercaderes, financieros y terratenientes. Constituían facciones políticas de las clases oligárquicas mandantes en el país que se agrupaban en el parlamento, lo que las hacía más próximas entre sí como lo demuestra la revolución de 1688 en la que se aliaron para expulsar al último rey Estuardo, Jacobo II.

En la Francia del s. XVIII, en torno a los clubes políticos que emergieron por todo el país al calor de la filosofía ilustrada dominante en aquel entonces, aparecieron los primeros partidos políticos una vez iniciada la revolución francesa. La denominada Asamblea Nacional, que constituía el órgano soberano en sustitución del rey absoluto, se organizaba en diferentes facciones políticas como eran los girondinos, los jacobinos, los indulgentes, los hebertistas, etc., que también fueron conocidos bajo otras denominaciones en función del lugar que ocupasen en el parlamento, así nos encontramos con los montañeses, la llanura o el pantano, etc. El grado de organización de estas facciones variaba, pero en general sus integrantes solían actuar según unas ideas o directrices comunes.

Estos incipientes partidos políticos eran aparatos de poder sujetos a una dirección central que tenían como objetivo la conquista del poder político, y por tanto conseguir el control de los resortes del poder que estaban concentrados en el Estado para, así, gobernar a quienes no formaban parte del partido. Los partidos eran una respuesta a las necesidades de los grupos sociales dominantes para organizar su intervención política.[1]

En la medida en que el eje central del conflicto político gira en torno a la lucha que desenvuelven los partidos por la conquista y conservación del poder, se han generado diferentes criterios de clasificación del espectro político de entre los que el dominante ha sido, y aún es, la clasificación de izquierda y derecha. Esta clasificación tiene su origen en la revolución francesa y obedecía a los asientos que cada facción política ocupaba en el parlamento.

Esta clasificación no sólo de los partidos políticos sino también de sus respectivas ideologías, se basa en el significado que es asignado a cada uno de sus elementos a partir de un criterio que toma de referencia las diferencias de clase. En función de este criterio se articulan los programas y las organizaciones que vertebran la izquierda y la derecha política. Así, una de las definiciones más extendidas para ambos conceptos ha sido la del politólogo escocés Robert McIver, para quien “la derecha siempre es el sector de partido asociado con los intereses de las clases altas o dominantes, la izquierda el sector de las clases bajas en lo económico o en lo social, y el centro de las clases medias. Históricamente este criterio parece aceptable. La derecha conservadora defendió prerrogativas, privilegios y poderes enterrados: la izquierda los atacó. La derecha ha sido más favorable a la posición aristocrática, y a la jerarquía de nacimiento o de riqueza; la izquierda ha luchado por la igualación de ventajas o de oportunidades, y por las demandas de los menos favorecidos. Defensa y ataque se han encontrado, bajo condiciones democráticas, no en el nombre de la clase pero sí en el nombre de principio; pero los principios opuestos han correspondido en términos generales a los intereses de clases diferentes”.[2]

La lucha política ha tendido a ser definida como un conflicto entre clases en el que izquierda y derecha representan posiciones políticas que responden a los intereses de esas clases en discordia, y que llevan consigo valores políticos opuestos.[3] Mientras la izquierda supuestamente persigue una mayor igualdad social en la medida en que recaba el grueso de sus apoyos entre las clases más populares, la derecha, por su parte, persigue mantener esas diferencias sociales al considerarlas el resultado del libre desarrollo personal del individuo, y que por ello reflejan la desigualdad de capacidades que existe entre los miembros de una sociedad. Igualdad y libertad son enfrentadas como valores antagónicos que expresan los intereses de clases opuestas, y por esta razón constituyen valores mutuamente excluyentes.

La distinción política de izquierda y derecha, que ha llegado a ser asumida por sociólogos funcionalistas que se han caracterizado por negar la existencia del conflicto social,[4] resulta del todo insuficiente para explicar la actividad política que rige la lucha partidista. Prueba de esto es el desarrollo de diferentes ejes de conflicto sobre los que se han reagrupado nuevas clasificaciones de los distintos partidos y que responden a la necesidad de abarcar un complejo escenario, y por tanto superar el reduccionismo del viejo esquema de izquierda-derecha.[5] La aparición de espectros alternativos para catalogar las diferentes posiciones políticas tampoco resuelve gran cosa, simplemente se limitan a reconfigurar el estudio de la lucha partidista y no cuestionan el trasfondo ideológico que alberga la distinción izquierda-derecha.[6]

El trasfondo ideológico que define la contradicción política entre izquierda y derecha, y que por ende contribuye a establecer la libertad y la igualdad como valores mutuamente excluyentes a nivel político, no es otro que el que determina el Estado como espacio en el que se desenvuelven las luchas partidistas, las relaciones políticas, sociales, económicas e ideológicas. El Estado constituye el marco organizativo que articula la sociedad, y como tal es el receptáculo del sistema de dominación vigente que hace posible que una minoría, provista de amplios poderes político-militares, económicos e ideológicos, ejerza su poder y gobierno sobre el conjunto de la población.

Libertad e igualdad son ideas motrices con una poderosa carga simbólica y emocional, y por ello con una fuerza de movilización nada desdeñable que permiten articular discursos con los que seducir a las masas. Cuando estas ideas son utilizadas en la lucha partidista adoptan un nuevo significado, y por tanto un nuevo sentido, que obedece a una función discursiva en la lucha por el poder. El discurso político se abre camino sobre un espacio propio con el que crea su propio sentido y genera su propia representación del mundo hasta el punto de sustituirlo. En este proceso las ideas adquieren nuevos sentidos y connotaciones que se ajustan a la lógica interna del discurso y a las condiciones políticas del momento en la pugna por el poder y la conquista del Estado. Significa la prostitución ya no sólo de ideas sino ante todo de valores que definen al ser humano, y que pasan a ser subordinados a la voluntad de poder de un grupo que aspira a ser la elite dominante.

Libertad e igualdad no se excluyen mutuamente sino que se necesitan. No puede existir libertad cuando en una sociedad una minoría da órdenes al resto. En el terreno político esto se manifiesta en el sistema estatista de dominación, en el que una elite dispone de la capacidad de tomar decisiones vinculantes para el conjunto de la población y de obligarla a acatarlas. La sociedad se articula sobre un principio autoritario que le es impuesto desde fuera por una minoría que la somete a sus intereses y apetencias. La libertad que proclaman las leyes que son promulgadas en este sistema, y siempre por un procedimiento coercitivo, sólo es papel mojado al estar sometida a las conveniencias de la elite gobernante y de su sistema de dominación. Una libertad tutelada no es en ningún modo libertad sino cautiverio que la autoridad justifica bajo diferentes pretextos para conseguir el consentimiento social.

Un régimen en el que no hay libertad el individuo vive alienado al estar sometido al control de la autoridad, al no poseerse y ser obligado a llevar una vida que no es la suya en tanto que le es impuesta. El individuo no vive desde sí mismo sino desde los intereses de las elites dominantes. No es un proyecto de vida sino que por el contrario es un instrumento que sirve funcionalmente a las necesidades del poder, con lo que la vida que lleva es la de otro y no la propia. Su identidad no es el resultado de su propia autoconstrucción sino que es construida y moldeada desde fuera por las estructuras de adoctrinamiento, de tal manera que el sistema de poder proyecta su sombra hasta el mundo interior de la persona. Ante todo no es sujeto sino objeto.

Tampoco puede haber igualdad en un régimen donde prevalecen las jerarquías como fundamento de la estructura y de la vida social, y por tanto donde impera una cadena de mando en la que unos deciden y los demás obedecen o, en su caso, son obligados a obedecer. No es posible la igualdad social por mucho que las condiciones económicas de la población sean semejantes si impera el principio de autoridad, pues este es el resultado de una desigualdad primigenia que es la desigualdad política de que unos decidan por los demás y puedan, a su vez, obligar al resto a acatar sus decisiones. Esta desigualdad es de la que proceden todas las demás desigualdades: las económicas, sociales, culturales, etc. La capacidad de mando constituye en sí misma una desigualdad y ante todo un privilegio para quien la detenta. De esto último se deduce que quien ostenta algún tipo de poder haga uso de este para conservarlo, para mantener su privilegio, y en la medida de lo posible para agrandarlo. Quien tiene capacidad para dar órdenes las da, pero siempre en su propio provecho al tener también la capacidad de imponerse.

El principio de autoridad destruye la igualdad al instituir jerarquías que se protegen a sí mismas a costa de someter y esclavizar a quienes se encuentran en su base. La autoridad impide la fraternidad, pero también alimenta el egoísmo que le es inherente en la medida en que es capaz de ejecutar sus decisiones, al mismo tiempo que degrada moralmente a quienes padecen su dominación. La única igualdad que instituye es la de los sometidos, la igualdad de los esclavos entre sí, y la igualdad de los dominadores entre sí. Se trata de la igualdad de los miembros de la propia clase.

No puede haber libertad sin igualdad y viceversa. Ambos valores se necesitan mutuamente pues de lo contrario carecen de una existencia efectiva. El error estriba en pensarlos contradictoriamente cuando sólo pueden concebirse simultáneamente, el uno como parte del otro aún sin ser ambos lo mismo. Por esta razón la libertad existe cuando somos iguales al no haber nadie por encima de nosotros que detente el privilegio de poder imponernos sus apetencias. Y la igualdad sólo existe cuando somos libres y nadie puede imponernos su voluntad al no haber quien esté por encima de nosotros para ejercer semejante privilegio. La autoridad es, en todas sus formas, la negación de la libertad y de la igualdad.

Izquierda y derecha son categorías políticas a las que están adscritas corrientes ideológicas y partidistas que se ubican en el terreno ideológico del poder, y más concretamente del Estado. Su aparente antagonismo es una ficción enmascarada por un discurso que en cada caso plantea la conciliación de la libertad y de la igualdad con el principio de autoridad. En tanto que la autoridad es la negación de la libertad y de la igualdad estas últimas sólo pueden convivir con aquella de forma muy limitada y desnaturalizada, como pequeñas parcelas sujetas a la tutela de la autoridad y siempre a su merced. De este modo la libertad y la igualdad permanecen amputadas, como una grotesca caricatura de lo que realmente son y significan.

Izquierda y derecha tienen en común el principio autoritario, de manera que todo lo supeditan a la conquista del poder. Su marco de referencia político e ideológico es el Estado, es el espacio en el que para ellas deben desenvolverse todas las luchas y relaciones. En última instancia constituyen la afirmación política e ideológica del sistema de dominación que articula la sociedad. Son expresión de la ideología autoritaria que fundamenta y sostiene al Estado. Por este motivo el Estado, y el poder en general, no es cuestionado al ser el objeto de deseo pero también de culto. En la izquierda y en la derecha prevalece el culto al poder, y les es común la estatolatría entendida como culto al Estado en tanto que máxima expresión del poder en la sociedad. Esto explica que sean muy notorios los regímenes dictatoriales que izquierdas y derechas sostuvieron y aún sostienen.

Izquierda y derecha son estrategias diferentes, pero complementarias, que el sistema de dominación y sus elites utilizan según las circunstancias sociales concretas para autoconservarse, extender su poder y crear el necesario consentimiento social entre sus súbditos. En este juego político ambivalente libertad e igualdad son recursos que son movilizados para la lucha partidista y, en definitiva, para la conquista del Estado.

Finalmente, y fruto de la evolución histórica que han sufrido las sociedades y sus respectivos sistemas de dominación, la izquierda y la derecha apenas se diferencian en nada sustancial. Sus discursos y prácticas se han difuminado mutuamente, sobre todo en las sociedades occidentales, hasta el punto de que se confunden entre sí como consecuencia de esa lucha que les ha llevado a depredar los apoyos del rival. Ya no hay izquierdas ni derechas. Lo que hay es el sistema de dominación y sus enemigos.
 
Esteban Vidal

[1] Vallès, Josep M., Ciencia Política. Una introducción, Barcelona, Ariel, 2004, pp. 345-346
[2] McIver, Robert M., The Web of Government, Nueva York, Macmillan, 1947, pp. 216, 315
[3] Lipset, Seymour Martin, Political Man. The Social Bases of Politics, Nueva York, Doubleday, 1960, pp. 220 y siguientes
[4] Parsons, Talcott, “Voting and the Equilibrium of the American Political System” en Burdick, Eugene y Arthur J. Brodbeck, American Voting Behavior, Glencoe, Free Press, 1959, pp. 80-120
[5] Lipset, Seymour Martin y Stein Rokkan, Party Systems and Voter Alignments: Cross-National Perspectives, Nueva York, Free Press, 1967
[6] Bryson, Maurice C. y William R. McDill, “The Political Spectrum: A Bi-Dimensional Approach” en The Rampart Journal of Individualist Thought Vol. 4, Nº 2, pp. 19-26. Nolan, David, “Classifying and Analyzing Politico-Economic Systems” en The Individualist Enero de 1971, pp. 5-11

viernes, noviembre 14

El despertador

Decidimos ganarnos la vida.
Me pregunto, qué hubiera pasado
si hubiéramos decidido ganarnos la libertad. 
 
El despertador, sí, sí, a las seis y media.



Antonio Orihuela. En: Con&Versos. -poetas andaluces para el siglo XXI-  (Ed. de Antonio Moreno Ayora). Ed. La Isla de Siltolá. Sevilla, 2014

martes, noviembre 11

La tecnología nunca es neutral

Considerar la tecnología más o menos neutral no es algo que compete exclusivamente a las disquisiciones de los filósofos, sino que tiene también implicaciones muy concretas en la vida cotidiana.

Hace un par de meses, las crónicas hablaron durante varias semanas de lo que estaba sucediendo en Ferguson, una ciudad de 21.000 habitantes en Misuri (Estados Unidos), donde el 9 de agosto pasado un policía asesinó con seis tiros de pistola a un joven desarmado.

Como era previsible, la noticia ha saltado a la Red en todas sus variadas ramificaciones a partir de las primeras noticias aparecidas en Twitter.

No es la primera vez que en los Estados Unidos (y no solo en ese país) ocurre un hecho del género pues, solo por contemplar un estrecho arco temporal, la policía ha asesinado: el 17 de julio a Eric Garner (Staten Island, Nueva York), el 5 de agosto a John Crawford (Beavercreek, Ohio), el 11 de agosto a Ezell Ford (Los Ángeles, California), el 12 de agosto a Dante Parker (Victorville, California) y el 19 del mismo mes a Kajieme Powell (San Luis, Misuri). Todas, personas desarmadas; pero estas noticias no han tenido ni por asomo el mismo relieve internacional que la sucedida en Ferguson.

Antes de la difusión tan tremenda de la Red, noticias como esa quedaban relegadas a la crónica local. Pero aunque en los tiempos de Internet podría suceder lo mismo, en este caso son los mecanismos de funcionamiento de los medios de comunicación los que marcan la diferencia.

El relato de lo sucedido en Misuri, publicado en principio en Twitter, ha escalado velozmente a la clasificación de las historias más publicadas, suscitando en consecuencia el interés de los mayores creadores y distribuidores de noticias. Esto, junto a las protestas callejeras, ha desempeñado un papel fundamental a la hora de que la historia tuviera un impacto no solo nacional sino también internacional.

Llegados a este punto, es fácil comprender lo mucho que la tecnología puede influir en la realidad de modo relevante. Instrumentos como Twitter, una vía intermedia entre la red social y un sistema de mensajería instantánea, son gestionados por programas informáticos y, como es sabido, en los programas se puede hacer -teniendo los conocimientos pero sobre todo el poder- más o menos lo que se quiera.

En este caso en particular, si hubiera habido un filtro para limitar (por la razón que fuera) los tweet procedentes de Misuri, no se habría producido esa especie de efecto dominó motivado por la nueva publicación de la noticia, y lo sucedido se habría relegado a los puestos más bajos de la clasificación y, en consecuencia, lejos de la atención de los medios de comunicación de todo el mundo. Pocos -al margen de una determinada área- habrían sabido de la muerte de Mike Brown o, al menos, no lo habrían sabido a través de la televisión o los periódicos, sino solo leyéndolo en Internet.

Hacer que parezca que no existen filtros de funcionamiento desconocido, con el fin de hacer circular libremente la comunicación, es una necesidad reforzada sobre todo por lo que se ha hecho público recientemente a propósito de una investigación realizada en Facebook. Un grupo de psicólogos se ha servido como muestra de 689.003 usuarios de esa red social, cuyos mensajes fueron filtrados para manipular cuanto se publicaba en sus páginas. Todo, obviamente, sin que las "víctimas" supiesen que estaban formando parte de un enorme experimento de psicología social.

En la práctica, un instrumento de comunicación podría ser filtrado con reglas decididas por alguien conocedor de su utilidad. Tan solo con retrasar algunas horas la publicación de determinados mensajes podría tener influencia sobre el mundo real. Así como tienen influencia los filtros utilizados por los motores de búsqueda para establecer el orden de aparición de los resultados en la página. Un enlace que aparece en las primeras posiciones tiene muchas más probabilidades de ser escogido respecto a los que aparecen tras dos o tres páginas de resultados. Manipulaciones de este tipo son hechas a nivel "técnico" y no pueden ser conocidas y muchos menos controladas por los usuarios, y a menudo ni siquiera por una autoridad cualquiera.

Por ello, cuando se discute de "neutralidad en la Red", no hay que pensar que sea cualquier cosa que solo tenga que ver con los protocolos de transmisión de datos o con la "magia" de los programadores. Se trata de argumentos, normalmente de no inmediata comprensión en su técnica para los profanos en la materia, pero que son importantes para conseguir mantener ese poco de libertad que todavía resiste en Internet.

La ciencia puede ser neutral, pero seguramente nunca es neutral su aplicación.
 
 
Pepsy
Publicado en el Periódico Anarquista Tierra y Libertad, octubre de 2014

sábado, noviembre 8

Trabajo y capital son las dos caras de una misma moneda

«El trabajo reúne cada vez más buena conciencia de su parte: la inclinación por la alegría ya se llama “necesidad de descansar” y empieza a avergonzarse de sí misma. “Cada uno es responsable de su propia salud”, se dice cuando se nos sorprende en una excursión campestre. Pronto se podría llegar al punto en el que uno no pueda ceder a la inclinación por una vida contemplativa (es decir, irse de paseo con pensamientos y amigos) sin despreciarse a sí mismo y sin remordimientos de conciencia.»

Friedrich Nietzsche, El ocio y la ociosidad, 1882

La izquierda política siempre ha rendido honores al trabajo con especial celo. No sólo ha elevado el trabajo a esencia del ser humano, sino que también ha mistificado así a su supuesto principio opuesto, el capital. El escándalo no era para ella el trabajo, sino meramente su explotación por el capital. Por eso el programa de todos los «partidos de trabajadores» era la «liberación del trabajo» y no «liberarse del trabajo». La oposición social entre capital y trabajo, sin embargo, no es más que una mera oposición de intereses distintos (con poderes ciertamente también distintos) dentro del fin absoluto capitalista. La lucha de clases fue la forma de poner en juego esos intereses contrapuestos en el campo social común del sistema productor de mercancías. Pertenecía a la dinámica interna de explotación del capital. Da igual que la lucha se tuviera que centrar en los sueldos, derechos, condiciones laborales o puestos de trabajo: su ciega condición previa siguió siendo siempre la calandria dominante con sus principios irracionales.

Desde la perspectiva del trabajo, el contenido cualitativo de la producción cuenta tan poco como desde la perspectiva del capital. Lo que interesa es únicamente la posibilidad de vender óptimamente la fuerza de trabajo. No se persigue la determinación común del sentido y fin del propio quehacer. Si alguna vez se tuvo la esperanza de que tal determinación autónoma de la producción se podía hacer real en las formas del sistema de producción de mercancías, la «mano de obra» se ha quitado ya hace tiempo tal ilusión de la cabeza. De lo único de lo que se trata ya es de «puestos de trabajo», de «ocupación»; los propios conceptos demuestran ya el carácter de fin en sí mismo de todo el montaje y la falta de poder de decisión para los partícipes.

Qué, para qué y con qué consecuencias se produce le importa tan poco al vendedor de la mercancía fuerza de trabajo, en última instancia, como al comprador. Los obreros de las centrales atómicas y de las fábricas químicas cuando más airadamente protestan es cuando se habla de desactivar sus bombas de relojería. Y los «empleados» de Volkswagen, Ford o Toyota son los más fanáticos partidarios de los programas de suicidio automovilístico. Y no meramente porque se tengan que vender obligatoriamente para que se les «permita» vivir, sino porque se identifican ciertamente con esta existencia estúpida. Para sociólogos, sindicalistas, sacerdotes y otros teólogos profesionales de la «cuestión social», todo esto sirve de demostración del valor ético-moral del trabajo. El trabajo forma la personalidad, dicen. Tienen razón. La personalidad de zombis de la producción de mercancías que no son capaces ya de imaginarse una vida fuera de su «calandria» tan amada, para la que se preparan cada día.

Sin embargo, la clase obrera como clase obrera ha sido en tan poca medida la contradicción antagonista y el sujeto de la emancipación humana como, por otro lado, los capitalistas y directivos han dirigido la sociedad por la maldad de una voluntad subjetiva de explotación. Ninguna casta dominante de la historia ha llevado una vida tan esclava y deplorable como los acosados directivos de Microsoft, Daimler-Chrysler o Sony. Cualquier noble medieval los hubiese menospreciado profundamente. Porque mientras éste se podía entregar al ocio y dilapidar más o menos orgiásticamente su fortuna, las élites de la sociedad del trabajo no se pueden permitir ni una pausa. Fuera de la calandria, tampoco ellos saben qué hacer con sus vidas aparte de comportarse como niños; el ocio, el amor al conocimiento y el placer de los sentidos les son a ellos tan ajenos como a su material humano. Sólo son siervos asimismo del ídolo trabajo, meras élites funcionales del fin absoluto irracional de la sociedad.

El ídolo dominante sabe imponer su voluntad sin sujeto sobre la «coacción sorda» de la competencia, ante la que también los poderosos se tienen que arrodillar, justamente aunque estén dirigiendo cientos de fábricas y moviendo sumas millonarias por todo el planeta. Y si no lo hacen, se les quita de en medio con tan pocos miramientos como a la «mano de obra» sobrante. Pero es justamente su propia falta de poder de decisión la que convierte a los funcionarios del capital en inmensamente peligrosos, no su voluntad subjetiva de explotación. Ellos son los que menos pueden permitirse preguntarse por el fin y las consecuencias de su hacer infatigable; no se pueden permitir sentimientos ni consideraciones. Por eso le llaman realismo cuando desertizan el mundo, afean las ciudades y hacen que la gente empobrezca en medio de la riqueza.

C. Krisis