Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

jueves, abril 28

Que trabaje Federica

"Que trabaje Federica" es una película-documental de 30 minutos sobre la aversión de los obreros al trabajo durante la Revolución española de 1936.

lunes, abril 25

Internet como herramienta del Poder

La cualidad de internet es la de crear una realidad virtual paralela a la cotidiana, en la que la línea divisoria que las separa se estrecha cada vez más, y en la que finalmente se acaban superponiendo, dibujando finalmente una realidad que a la vez que es ilusoria y falseada por el medio emisor, desfigura la realidad cotidiana invadiéndola constantemente de imágenes virtuales para invertir la visión del mundo.
 
La capacidad de generar y almacenar información en internet complejiza y fragmenta la realidad, con lo cual se divide cada vez más al individuo y por lo tanto las relaciones pierden su cualidad cuantitativa y cualitativa.

El mundo tecnológico crea individuos (1) con una visión distorsionada y falseada de la vida real y fomenta la consecución de seres desprovistos de vida pública al fragmentarse por el uso y consumo cada vez mayor de internet en la vida privada.
 
El uso lúdico de internet aparte de ser un medio de entretenimiento y de evasión, reduce la capacidad de contestación y de compromiso, con lo cual la conciencia también se ve mermada de sus facultades facilitando de este modo la inactividad y la desidia para la creación.

Podemos concluir, que el uso lúdico y abusivo de internet perpetua el sistema de dominación, crea seres dependientes y fagocita sus potencialidades creativas, destruye su capacidad de análisis y observación de la realidad, y lo reduce a la pasividad que el Poder quiere como súbdito condescendiente y a la vez sumiso, en sí, una aberración de la naturaleza que consiente el fomento, la consecución, y consolidación del Poder instituido como modus vivendi.
 
 
1. El individuo como indica la acepción del término en su naturaleza y esencia es un ser indivisible, es decir, al nacer permanecen sus cualidades intactas como ser único y diferente en cuanto a su pensamiento, si se divide éste a lo largo de su vida es porque al tener que sobrevivir en el sistema de dominación tiene que aceptar las reglas de juego que le impone el Poder que finalmente le acaba corrompiendo en base principalmente a una autoridad que tiene que obedecer y que lo destruye como ser humano para convertirlo en súbdito sumiso y corrompido. 
 
 

viernes, abril 22

Parte de un recorrido (compilado de escritos de Gabriel Pombo Da Silva)

El compañero anarquista Gabriel Pombo Da Silva ha pasado ya casi 30 años en prisión, entre ellos una veintena en  cárceles españolas. Ha afrontado, además, el abanico de castigos y regímenes de aislamiento de que dispone el Estado para intentar doblegar quienes no ceden a sus exigencias. Efectivamente, Gabriel forma parte de aquellos y aquellas para quienes el encarcelamiento no significa el fin de la revuelta, ni de los deseos de libertad. Motines en intentos de fuga, en los años 80 y 90, el sistema carcelario español ha sido sacudido por numerosos actos individuales y colectivos de resistencia y de ofensiva. Por haber participado, Gabriel ha visto cómo se le aplicaba, como a tantos otros, el régimen FIES1, destinado a erradicar todo intento de rebelión.

Sin embargo, una fuerte luchador respondió al establecimiento de este sistema punitivo y de control «último grito». Llevada a cabo en el interior por los presos en condiciones de torturas sistemáticas y de aislamiento extremo, fue apoyada en el exterior por numerosas iniciativas y acciones de solidaridad. En el plano nacional e internacional se ha desarrollado la crítica en palabras y hechos de la sociedad carcelaria que debemos destruir antes de que ella nos destruya. Este combate ha marcado tantas vidas y espíritus, y ha demostrado que le puede salir caro al Poder querer quebrar a los individuos y acabar con la revuelta.

En octubre de 2003, Gabriel decidió no volver a la jaula después de un permiso. El 28 de junio de 2004, tras un control de policía que acabó mal y a pesar de un tiroteo para no caer en manos de los maderos, es arrestado en compañía de su hermana Begoña y de los compañeros Bart de Geeter y Jose Fernández Delgado (este último también en fuga de las cárceles españolas). Estos encarcelamientos y el juicio que tiene lugar en la ciudad alemana de Aachen tendrán un eco internacional dentro del movimiento anarquista. Será nuevamente la ocasión de denunciar el infierno carcelario, de difundir prácticas solidarias y de trazar pistas para el ataque al Sistema que todas las prisiones contribuyen a sustentar. El 25 de septiembre Jose —también acusado de atraco— es condenado a 14 años de prisión, Gabriel a 13, Bart a 3 años y medio y Begoña a 10 meses de prisión con remisión condicional de la pena.

Bart sale en 2007, Jose —después de varios traslados— se encuentra actualmente en la cárcel de Rheinbach, Gabriel cumplirá su pena en Aachen donde rechaza la obligación de trabajar, por lo que debe permanecer 23 horas sobre 24 en una celda. Una forma de salir de esta forma de aislamiento es mantener una correspondencia con compañeros y compañeras de todos los horizontes. Continúa implicándose, con sus escritos y huelgas de hambre en diferentes iniciativas de solidaridad y de ofensiva en todo el mundo: contra el encierro y la autoridad en todas sus formas. La continuidad, la fortaleza en el compromiso y la voluntad de subvertir lo existente no es del gusto de los poderosos; varios estados quieren hacerle pagar esos combates, como a otros, tanto en el interior como en el exterior de los muros.

En enero de 2013, con 2/3 partes de la pena cumplida (conforme a prácticas en vigor en Alemania), Gabriel es extraditado al Estado español, que le reclamaba para que acabase de cumplir el resto de lo que le quedaría de condena (la cual todavía desconocemos, disimulada en meandros burocráticos judiciales, carcelarios y políticos). Después de haber pasado por el sistema de observación y de clasificación de Soto del Real en Madrid, se le ha puesto en régimen FIES 5, por su «trayectoria particular de prisionero» (o sea, conflictivo) y posteriormente enviado a la cárcel de Villena (Alicante), aunque él había pedido el traslado a Galicia. A principios de abril fue mandado a Valdemoro (Madrid), para comparecer ante la Audiencia Nacional, a razón de una Euroorden emitida por el Estado italiano. Los escollos administrativos incesantes han provocado que hasta ahora sólo haya podido recibir dos visitas de su familia.

Esta recopilación no exhaustiva de textos no tiene como único objetivo dar a conocer o recordar la trayectoria de este compañero, se trata también —y sobre todo— de continuar propagando las ideas por las que lucha y que nosotras compartimos; de defender la elección de la expropiación y de un antagonismo decidido, de hacer vivir deseos de libertad, de revolución social y de Anarquía que también nos animan y que no pueden reducirse a palabras.

¡Contra todas las prisiones y los
sistemas que las producen!
¡Por una solidaridad que rompa la
pacificación que tratan de imponernos
y hacia el asalto de un mundo nuevo!

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martes, abril 19

Revista Contrahistoria en PDF (Del número 1 al 6)

CONTRAHISTORIA 1.
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CONTRAHISTORIA 2.
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CONTRAHISTORIA 3.
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CONTRAHISTORIA 4.
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CONTRAHISTORIA 5.
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CONTRAHISTORIA 6.
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sábado, abril 16

Todo aquello que se llama Futuro es "muerte"


 
Fragmento de Contra la paz, de Agustín García Calvo
 
Todo aquello que se llama Futuro es "muerte". "Futuro" no escandaliza a nadie y "muerte" sí. Imaginaos la que os están haciendo cuando a vosotros, la gente de veintipocos años, os dicen que tenéis mucho Futuro. Una vez que habéis entendido lo que quiere decir la palabra, supongo que el truco os parece bastante claro. Tenéis mucho Futuro, en efecto, tenéis tanta cantidad de Futuro que no hay tiempo para vivir. Ésta es la descripción, más o menos, de la administración de muerte. No hay tiempo para vivir, porque ese tiempo en el que a lo mejor podría suceder tal cosa, como "vivir", está íntegramente ocupado en la preparación del "Futuro". Íntegramente ocupado en la preparación del Futuro de todas las maneras que vosotros ya sabéis, desde las más triviales, desde el momento que os hacen estar pendientes de un examen fin de curso, desde ese momento, pues, ya veis cómo la administración de muerte se realiza. No tiene ninguna importancia que os examinéis, da igual, y esto lo comprobáis a cada paso. Al aparato le importa un bledo. Si hay algún profesor que está interesado en las cosas que trata es una excepción. Lo que importa es que tengáis un programa, un proyecto, un plan de fecha fija. Os quieren hacer creer que os estáis preparando para adquirir una formación que os permita debidamente integraros en este orden. Pendientes de un Futuro y, efectivamente pues, llega el final de carrera, llega la oposición y lo que sea o el manejo por el que os colocáis; otros quedáis sin colocar, pero no importa porque también el paro está dentro del trabajo, es una parte de la institución, de forma que el parado sigue aspirando a colocarse y no se le ocurre disfrutar de su condición de descolocado ni por asomo. De forma que todos están preparados con eso. Luego están otros Futuros: parece que tenéis que casaros, nadie, ni dios sabe por qué, pero está ahí, está en el Futuro, es una condición, llega un momento en que hay que casarse y da igual que no creáis en esto y en lo otro y os parezca que eso del matrimonio es una ceremonia, da igual, no importa. Lo importante es que es una cosa más que hay que hacer y que está en el Futuro, y que después hay que preocuparse de unos niños y después pensar en los posibles cambios de residencia y colocación que entretienen mucho, y después en los planes de jubilación que la banca os proporciona para que os aseguréis la última parte del camino tranquila y podáis disfrutar así con Futuros sucesivos que ocultan el mismo tiempo, que revelan la verdadera condición del Futuro: esa muerte verdadera de la que estoy hablando. El mundo desarrollado aspira a que las poblaciones no sean más que masas de individuos, cada uno íntegramente reaccionario, es decir, conforme con el estado y el capital que lo rige. Se confía por lo menos por la parte de arriba que cada uno sea necesariamente reaccionario, es decir temeroso de su Futuro, preparador de su Futuro. Se confía, por desgracia, con buen fundamento en que al menos la parte superior de cada uno, la visible, tenga esa condición. Gracias a esto confían que las votaciones de la mayoría sean siempre reaccionarias y conformes. Lo practican una y otra vez; están seguros de que el procedimiento va a darles lo que esperaban. Y así funciona la cosa, así forman estas "masas", cuando no es a través de las instituciones de educación directamente, es por los otros medios culturales, la televisión a la cabeza. Así se consigue que nunca pase nada para que siga esta paz. Esta paz que consiste en la inmovilidad, la inmovilidad recubierta de movimiento acelerado. Se mueven pero están quietos. Ésta es la condición metafísica; esta conversión de la vida en historia implica al mismo tiempo la conversión de la gente en puras "masas" de individuos.


miércoles, abril 13

Colonialismo, Imperialismo y Liberación Animal. Fanzine

Como personas veganas y comprometidas con la liberación animal y la lucha antiespecista, nos hemos encontrado con muchas formas distintas de tratar de desacreditar o de criticar mediante falacias el estilo de vida vegano, y las elecciones políticas y éticas tanto sociales como personales que implica. Una de las más recurrentes es aquella que plantea el veganismo como un supuesto privilegio “primermundista”, que las pijas blancas clase media o alta tratarían de imponer a otras sociedades, civilizaciones y culturas del mundo.

No obstante, pasando por alto que nuestro objetivo nunca ha sido ni será privar a nadie de los medios para su subsistencia (de hecho, es al contrario, y es el especismo y la sociedad industrial los que parecen perseguir ese fin, y no sólo con animales de otras especies), y pese a ser conscientes de que la viabilidad de un estilo de vida vegano varía en función de las condiciones de cada territorio, no podemos obviar que los análisis y ensayos de numerosas autoras, desde Jason Hribal y Gary Francione hasta el texto “Bestias de carga” de Antagonism and Practical History, han demostrado que la explotación de animales, y toda la maquinaria de cosificación y devaluación sistemática que siempre ha sustentado la moral e ideología especista, son principalmente (aunque no solamente, siendo honestas) fruto de un Occidente podrido, codicioso e invasor, mientras que aquellas sociedades originarias que sufrieron la colonización imperialista que robó sus tierras, aplastó sus culturas y exterminó a sus poblaciones, mantuvieron en su mayoría (con excepciones, claro) una relación con las animales basada en el respeto contemplándolas como iguales incluso cuando, por necesidad (y no por capricho ni por una cruel demostración de fuerza), les cazaban.

De hecho, son varias las personas que, orgullosas de su origen indígena y nativo, han defendido y asumido un estilo de vida vegano, al ver las conexiones que vinculan la opresión que sufrieron sus pueblos con la opresión y exclusión que sufren las animales no-humanas y la naturaleza. En algunos casos, fueron estas compañeras quienes llevaron sus compromisos hasta las últimas consecuencias y pusieron su propia vida y libertad en juego para liberar de su cautiverio a animales, o para destruir los medios usados para su explotación. Ejemplo de esto es la Western Wildlife Unit, una célula del Frente de Liberación Animal que actuó en EEUU contra la industria peletera y sus accionistas, y cuyas integrantes, nativas americanas, pertenecían a la Nación Coyote.

Considerando todo esto, para nosotras, pese a ser un colectivo de personas blancas que viven en Europa, no tiene sentido plantear el veganismo como una cuestión imperialista centrada en imponer nuestros perfectos valores morales occidentales a todo el mundo. De lo que se trata es de visibilizar la dinámica de opresión implícita en el especismo, y con ello mostrar los paralelismos existentes entre las distintas formas de dominación, articulando un movimiento fuerte capaz de subvertir todas esas estructuras viéndolas como una sola, sin perder de vista las particularidades y aspectos concretos que caracterizan cada una de ellas.

Por ello, hemos decidido traducir al castellano y editar este texto, con la sana intención de profundizar en el debate, y de dejar claro de una vez por todas que el veganismo no sólo es compatible con el respeto y la valoración de las costumbres y cultura de los demás pueblos del mundo, sino que de hecho es el imperialismo occidental el que, con frecuencia, exporta la mentalidad especista a otros lugares y sociedades donde no existía, e impone un modo único de relacionarse con las animales y con la naturaleza.

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Distribuidora Anarquista Polaris - Pontevedra
Fuente: Distribuidora Anarquista Polaris

domingo, abril 10

Si existiera un ladrillo



Si existiera un ladrillo
que carcomiera el muro
como una termita de normas
y convencionalismos,
podríamos acoplarnos a la hilera.

Pero sólo
acrecentamos
su estructura.

Así que debemos continuar
celebrando las ausencias,
construyendo vacíos,
tejiendo deserciones
hasta que quiebre su equilibrio.

Es en esos huecos
donde brota la utopía. 



 Alberto García-Teresa publicado en Palabras de barricada.

jueves, abril 7

Urbanismo y orden

 
Conferencia pronunciada por Miquel Amorós el 20-12-2003 en el Ateneu Llibertari de El Cabanyal, Valencia. 

“El urbanismo ideal es la proyección no conflictiva en el espacio de la jerarquía social” Comentarios contra el urbanismo (1).
 
 
El urbanismo es el conjunto de técnicas que tienen por objeto la transformación de las ciudades en centros de acumulación de capital. Hace posible la posesión por parte del capitalismo del espacio social, que se recompone según las normas que dicta su dominio. De acuerdo con este punto de vista, el urbanismo es simple destrucción acumulada de sociabilidad. Ciñéndonos al caso español, dividiremos el fenómeno de la urbanización en tres periodos según el grado de destrucción del medio urbano alcanzado: el del urbanismo burgués (1830-1950), el del urbanismo desarrollista (1950-1985) y el del urbanismo totalitario (a partir de los ochenta). En los dos primeros, el urbanismo, en tanto que técnica de la separación, había de promover la atomización y dispersión de los trabajadores que el sistema productivo obligaba a reunir. El tercer periodo parte del aislamiento general de la población propiciado por la desaparición del sistema fabril y la generalización de un estilo de vida consumista. El automatismo de la máquina prevalece sobre los demás factores y modela la existencia humana a la vez que todo el funcionamiento del medio urbano, revelando la esencia totalitaria del urbanismo contemporáneo. 
 
La larga duración del primer periodo, el de la contrarrevolución urbana, indica que la conversión del espacio en capital y la subsiguiente aparición del mercado del suelo y de la vivienda fue un proceso lento, cuyos efectos destructores fueron paliados por la tardía aparición de las fábricas, dado el carácter predominantemente agrario de la burguesía española y la resistencia campesina a la proletarización. Hasta 1848 las ciudades se concibieron como núcleos fortificados. A partir de entonces se publicaron ordenanzas sobre alineaciones de calles. La división territorial en provincias y la construcción de carreteras reactivaron las ciudades que pasaron a ser capitales, y la Desamortización de los bienes de la Iglesia liberó suficiente suelo como para que la ciudad pudiera crecer sin sobrepasar sus límites, salvo en casos más dinámicos de Barcelona y Madrid. Allí aparecieron por primera vez los ensanches, división del suelo en cuadrículas, sin límites ni centro. La cuadrícula era la forma mejor adaptada al capital; con la parcela cuadrada u octogonal se obtenía el máximo beneficio, independientemente de los usos o las necesidades sociales, y a la vez se hacía de la urbanización un proceso interminable, incitando a la prolongación ilimitada de la ciudad. El ensanche, conectado con la ciudad través de grandes vías y caminos de ronda, reflejaba la alianza entre la geometría y el dinero conformando la ciudad como imagen urbana del capitalismo. Los ensanches fueron los primeros barrios residenciales específicamente burgueses, ilustrando los primeros efectos de la contrarrevolución urbanística, a saber, primero, la conversión de un sector de la ciudad en espacio donde las relaciones humanas se reducían al mínimo; segundo, la división de la ciudad en diversos barrios según las actividades o el nivel económico de sus habitantes, la zonificación. La vecindad no es una virtud para el uso clasista del espacio. Las clases se separaban a menudo por amplias avenidas o calles rectas que servían a un tiempo de frontera y de vía de penetración de las fuerzas del orden en caso de motín. Los primeros intentos de planificación urbanística se acometieron para controlar las revueltas populares. Por consiguiente, el urbanismo nació como instrumento de control que aseguraba el orden burgués, igual que las cárceles modelo y el código civil, y sobre todo, igual que la policía, cuerpo que aparece al mismo tiempo y se organiza por distritos, es decir, se zonifica.
 
El ensanche tuvo su contrapartida en el tugurio, la devaluación extrema del barrio y de la vivienda. En una primera fase la presencia de las murallas obligó a un crecimiento vertical de la ciudad y a una división de las casas en espacios lo más reducidos posible, mal abastecidas de agua y sin alcantarillado. Las casas de alquiler donde se hacinaban los jornaleros pobres que acudían a la ciudad en busca de trabajo son otra de las invenciones burguesas. Las murallas, invalidada su función defensiva por el desarrollo de la artillería, adquirían la función de contención y mantenimiento de la pobreza por la sobreexplotación económica del espacio. Por eso su derribo fue considerado un acto de liberación. El urbanismo, al crear barrios burgueses, había creado al mismo tiempo barrios obreros; al segregar la miseria la había vuelto visible; al concentrarla, la había vuelto peligrosa y postulado la necesidad de un poder capaz de tenerla a raya, capaz de echarla de la calle. Esa fue la función del tráfico. El movimiento de los carruajes se extendía para dificultar el movimiento de las clases segregadas, para eliminar la calle como lugar de encuentro, espacio de la comunicación y empleo del tiempo. 
 
Si la segregación es una de las características del urbanismo naciente, la otra es el predominio de la circulación, del vehículo privado, imagen del predominio del interés individual. Gracias a la movilidad el individuo fue expropiado del espacio ciudadano. La ciudad se sacrificaba al tráfico. El movimiento alteraba la vida urbana y suprimía la calle para el habitante. Las rondas, las avenidas y los bulevares conectaban la ciudad con el exterior, eran a la vez un medio de salida de la mercancía y de penetración de las fuerzas del orden lo más directo posible. Como dijo el primer urbanista teórico, Ildefonso Cerdá (2), 
las calles, en tanto que elementos de la circulación, grandes canales para los vientos purificadores y medios estratégicos para mantener el orden público, serán rectas y lo más largas que se pueda. 
El camino de ronda, o la gran avenida, al superponerse a los antiguos caminos, condujo al suburbio, la avanzadilla de la urbanización, el fruto del exceso de dinamismo económico de la ciudad. Ésta se escindió en centro y periferia. Se puede decir que el suburbio creó el concepto de núcleo urbano, es decir, de centro. El proceso fue acelerado con la llegada del tren. El ferrocarril fue la principal causa del desorden territorial: situó y borró del mapa a un sinnúmero de pequeñas ciudades y pueblos, concediendo a unos una decadencia apacible y condenando a otros una expansión infame. La estación del tren fue la puerta por donde entró realmente la industria en las ciudades. Y el nuevo proletariado: entre 1900 y 1940 tres millones de personas abandonaron el campo para convertirse en emigrantes interiores.
 
El paréntesis de la guerra civil marcó un punto de inflexión en el programa urbanista. Las barricadas del 19 de julio fueron la única revolución urbana habida en este país. La crítica libertaria pudo avanzar algunas propuestas revolucionarias como la supresión de la propiedad urbana y la municipalización de la vivienda y del suelo, pero la derrota sentenció cualquier medida emancipatoria. A partir de entonces el urbanismo, en manos del Estado, se hizo terrorista y multiplicó las destrucciones. El urbanismo se volvió un arma del Estado. El desorden urbano fue el aspecto más edificante del orden represor de la etapa desarrollista (1950-85). El franquismo, la forma política que abarcó gran parte de ella, fue una dictadura industrializadora y edificadora, una dictadura urbanista. 
 
La morfología actual de las ciudades españolas fue obra del desarrollismo de la dictadura y de la transición llamada democrática. La actual trama urbana fue estableciéndose a partir de los años cincuenta, con las reconstrucciones de la posguerra, el vaciamiento de la ciudad tradicional, el crecimiento industrial y la emigración masiva de campesinos y jornaleros. El 70% de los edificios fue construido a partir de aquellos años. Las grandes empresas constructoras despegaron en la década de los sesenta al socaire de la gran demanda de habitáculos baratos. Entre 1962 y 1972 la construcción de pisos absorbió el 50,2 % de la formación bruta de capital fijo, negocio en el que participaron ampliamente los bancos (el capital financiero dio un salto espectacular y conquistó la hegemonía en esos años). La incipiente mecanización del campo, la expansión del sistema fabril y la aparición del turismo arrojó a la ciudad a miles de personas, alterándose profundamente la estructura social de la clase obrera. Ésta fue alojada en el extrarradio, primero en chabolas, después en viviendas protegidas, construidas primero en parcelas aisladas a lo largo de las carreteras o cerca de las industrias, y después en polígonos y ciudades satélite. Aquello era la negación de la ciudad como hogar de la vida social, el desarraigo total, la aniquilación misma del espacio en el que el individuo entendía su condición histórica. 
 
La oposición centro-periferia y la zonificación fueron llevadas al límite. Alrededor de un centro administrativo, repleto de oficinas y sedes oficiales levantadas según los cánones de la arquitectura fascista, se distribuían zonas residenciales, barrios dormitorio, casas de cooperativas, calles comerciales, polígonos industriales, viviendas para funcionarios o militares, etc. La construcción de pisos y carreteras tomó prioridad sobre el planeamiento al que obligaba una Ley del Suelo que nunca fue aplicada. La especulación determinó el diseño de la ciudad. El resultado fue una ciudad urbanizada a saltos, caótica, fragmentada, discontinua, donde reinaban los intereses inmobiliarios. Con la salvedad de que ya en la Dictadura de Primo de Rivera y durante la República se construyesen casas baratas para obreros, es plenamente pertinente para el periodo la cita de Debord (3): 
Por primera vez una nueva arquitectura, que en las épocas anteriores se reservaba para la satisfacción de las clases dominantes, se destina directamente a los pobres. La miseria formal y la extensión gigantesca de esta nueva experiencia de hábitat proceden directamente de su carácter de masas, implicado al tiempo por su finalidad y por las condiciones modernas de construcción.
Los bloques de pisos obedecieron la pauta de un máximo de personas en un mínimo de espacio. Los grupos de bloques o de naves industriales en medio de la nada se convirtieron en el elemento principal del paisaje urbano. Formas frías sin identidad, sin referencias, sin posibilidad alguna de vida comunitaria, atrapadas por las autovías y las circunvalaciones, en las que se fraguó un proletariado sin historia, masificado, con una conciencia de clase epitelial, demasiado permeable a la influencia de “curas obreros” y de “líderes” verticales, cuando no adicto al fútbol y al coche, vulnerable por igual al consumismo y al discurso demagógico del sindicalismo integrador. La televisión y el militantismo católico y estalinista fueron traídos por la misma cigüeña. El movimiento vecinal nació a finales de los sesenta como respuesta al hacinamiento y al abandono por parte de las “autoridades”. Fue un movimiento reivindicativo moderado, centrado en la demanda de servicios básicos y espacios verdes, que jamás cuestionó el modelo desarrollista y menos aún elaboró uno alternativo. Todos los males parecía que se iban a curar con escuelas, alcantarillado, alumbrado, guarderías, asfaltado, autobuses, ambulatorios, etc., problemas cotidianos reales que al no resolverse se volvían políticos y supeditaban las críticas más profundas al cambio de régimen, sobreseimiento al que no eran ajenos los dirigentes de las asociaciones de vecinos. La cuestión de la vivienda se separó de la cuestión social y buscó soluciones en el mercadeo político. Así pues, la lucha por la habitabilidad (por la calidad de vida) no desembocó en un proyecto de reconquista de la ciudad. Esa autolimitación fue fatal para el movimiento, que perdió la posibilidad de jugar su papel histórico en el momento en que las asambleas de vecinos eran multitudinarias, y se convirtió a partir de 1976 en mero apéndice de los ayuntamientos. 
 
Consecuencia del estallido de las ciudades, de la separación radical entre lugar de trabajo y vivienda, entre centro administrativo-comercial y periferia habitada, fue un tráfico frenético entre el núcleo urbano y el extrarradio, que los transportes públicos fueron incapaces de asegurar. La solución se tradujo en una mayor artificialización de la vida humana: a partir de los sesenta el automóvil hizo su aparición y transformó las ciudades en un cáncer. El ruido, la polución atmosférica y los residuos agravaron el mal. Las calles se fueron llenando de vehículos y en poco tiempo llegaron a ser gigantescos aparcamientos (Barcelona pasó de tener 25000 vehículos en 1960 a soportar medio millón diez años más tarde). Las vías rápidas fueron entonces el principal agente de la ordenación del territorio. Las palabras con la que urbanista de vanguardia Le Corbusier anunciaba en 1925 el advenimiento de la época de “las máquinas de habitar”, sonaban siniestras: “la ciudad de la velocidad es la ciudad del éxito (4)”. La ciudad perdió sus límites y continuó vaciando sus barrios históricos (en los ochenta tan sólo entre el 10 y el 18% de la población ciudadana vivía en el casco antiguo). La Carta de Atenas, programa de la racionalización urbana capitalista, establecía que “el límite de la aglomeración estará en función de su radio de acción económica”. En treinta años las ciudades fueron convertidas en aglomeraciones vulgares. La población pobre siguió siendo centrifugada a través de desvíos, variantes, cinturones de ronda y autopistas. El equilibrio secular entre ciudad y paisaje quedó arruinado definitivamente. La plaga de la motorización privada fue el instrumento que no sólo acabó de proletarizar al trabajador, cuyo modo de existencia se configuraba en función del coche, sino que fue la principal causa de la destrucción del entorno rural y natural de las ciudades, contribuyendo a la contaminación, facilitando la frecuentación masiva y comunicando la cada vez más insoportable metrópolis con las segundas residencias y los apartamentos playeros. Desgraciadamente, la ciudad se redefinía como un asalto a la naturaleza. El coche acarreó el despilfarro del espacio y la destrucción total de la ciudad como lugar a la medida humana, siendo uno de los factores que alumbraron la sociedad de masas, entendiendo por masas esas vastas capas de población neutra incapaces de acceder a la conciencia de intereses comunes. 
 
El urbanismo concentracionario que tomó el relevo indicaba las nuevas estructuras de poder y el nuevo tipo de sociedad que advenía. La clase dominante, una burguesía nacional empresarial tutelada por una dictadura militar, había evolucionado hacia un conglomerado políticofinanciero conectado con los flujos económicos internacionales. Todas las características destructivas del desarrollismo fueron llevadas al extremo: segregación, motorización, verticalización, control social, pérdida de forma, desaparición del límite urbano, etc.; la ciudad era más que nunca concentración de poder e instrumento de acumulación del capital. El carácter totalitario del nuevo poder de clase se dejó sentir en su voluntad de no dejar nada a salvo de la estandarización y de la especulación, o sea, a salvo de la economía autónoma, ni la más mínima porción de territorio, ni el menor aspecto de la vida de sus habitantes, una vida sin relaciones, que en su mayor parte transcurre dentro de un coche o delante de una pantalla: “la existencia cotidiana se conformará con las exigencias de la máquina (5)”. Lo que diferencia a éste urbanismo del desarrollista, más que el recurso al espectáculo, es la voluntad ordenadora; el caos deshumaniza al azar, pero nadie escapa a la planificación. Para que la ciudad llegase a ser el espacio de la economía sin trabas, el derecho a urbanizar hubo de superar al derecho de propiedad (ver la ley sobre Régimen del Suelo y Valoraciones de 1998) y las técnicas de vigilancia hubieron de alcanzar niveles impensables con el pretexto de los Juegos Olímpicos o la Expo. Los eventos fueron grandes operaciones policiales. En adelante ningún barrio, ni ningún pueblo, podrán alegar ser un hecho urbano aparte, al margen de los intereses que destruían el resto de la ciudad, ni ninguna manifestación podía sentirse protegida por el carácter justo de su causa. Eso lo saben bien ahora los habitantes de la pedanía valenciana de La Punta, víctima de la “logística” del puerto, y los del barrio El Cabanyal, sobre el que pende una espada de Damocles en forma de autopista. Las políticas de tabla rasa con el territorio y de tolerancia cero con la protesta aderezaron el nuevo arte de gobernar. El medio urbano consumó su destrucción y suprimió de una vez por todas la oposición campo-ciudad, desintegrando las barriadas y disolviendo el mundo rural en una mezcla aleatoria de elementos urbanos y agrarios en descomposición. Si la ciudad desarrollista fue un abceso, la que le ha sucedido es una cárcel. 
 
La última fase del desarrollismo transcurre “democráticamente” entre 1975-85 con el boom de la suburbanización y la crisis industrial. Ese fue el periodo final de la lucha de clases y el de la asociación entre los intereses constructores y los políticos, la corruptela que financió partidos y enriqueció a dirigentes. Desde 1979, año en que se celebraron elecciones municipales, los partidos habían tratado de disolver al movimiento vecinal y desde luego lo que había quedado de éste no era ni sombra del anterior. La administraciones locales y autonómicas habían descubierto el mercado del suelo y lo usaban para financiarse, de acuerdo con los especuladores, completando de este modo la obra desarrollista. Por eso los Planes Generales de Ordenación Urbana de los consistorios llamados democráticos llegaron tarde y se limitaron a paliar los desperfectos, mejorar los accesos y crear plazas de estacionamiento (lo que fue llamado en su tiempo “urbanismo de zurcidora”). La nueva clase dirigente se consolidó en España más con la especulación inmobiliaria y la corrupción política que con la especulación bursátil. En 1989 el precio de la vivienda aumentó bruscamente un 25,7%. Desde entonces los precios se han multiplicado por seis, siendo la subida mayor en la costa y en las capitales. No es de extrañar que, por ejemplo, el suelo urbanizado en el País Valenciano durante los últimos diez años haya crecido un 60%, especialmente el de los adosados, los campos de golf, las autovías y autopistas, los puertos deportivos, las grandes superficies y los vertederos, revelando la sostenibilidad del estilo de vida que promueve la dominación. 
 
Las nuevas tecnologías hicieron posible la mundialización y la disolución de la vieja clase obrera; la formación de nuevas elites se llevó a cabo tras su derrota. Lo que las caracteriza son el ordenador portátil, el teléfono móvil y la prisa. Nacidas de la fusión de la administración, la política y las finanzas, requerían un nuevo modelo de ciudad, hueco, mecánico, uniformizado, alimentándose del área metropolitana. Una ciudad parásita, sin obreros; una tiranópolis con el centro museificado y los lugares públicos festivalizados, con “aperturas al mar”, fetiches tecnológicos, trenes de alta velocidad, torres gigantes, megapuertos y aeropuertos. Una ciudad con unos pocos habitantes dóciles, cuya cúspide políticofinanciera quede disimulada tras nuevas áreas de centralidad, es decir, tras grandes centros comerciales, las catedrales del consumo que reordenan la vida de los barrios. Una ciudad de automovilistas, de hombres de negocios, de compradores y de jubilados, en la que cada ciudadano se había de sentir visitante, cliente o pasajero. Una ciudad imagen que se ofrecía como una mercancía, que trataba de atraer a los turistas, de atrapar a los capitales y de seducir a los ejecutivos (Barcelona pasó de tener 2,5 millones de pernoctaciones en hoteles en 1990 a tener 8 en el 2000). En resumen, una ciudad como las de hoy. Una ciudad de dirigentes en perpetuo movimiento, puesto una característica de los miembros de la nueva clase es que éstos sólo están en su sitio cuando circulan. Una ciudad pues, cuya última palabra la tienen las grandes infraestructuras: las M-30, las rondas de “arriba” o de “abajo” y los bulevares periféricos por un lado; el TAV, los megapuertos y los aeropuertos transcontinentales por el otro. 
 
Los nuevos métodos urbanistas tratan de borrar huellas históricas, de organizar el olvido. Si el urbanismo desarrollista tardó en eliminar las últimas señales de los combates sostenidos por los antiguos habitantes contra las clases que les oprimían, el urbanismo totalitario actual, que planifica a lo grande, cambia la identidad de las ciudades como de traje. Por ejemplo, han bastado pocos años para que Bilbao perdiera todo su paisaje industrial ligado a los astilleros y a la siderurgia, escenario de grandes batallas sociales, mientras en su lugar montaban todo un circo temático de arquitectura internacional “de marca”, reflejo de la esclavitud de las masas solitarias ante la técnica. La elevación del museo Guggenheim sobre el solar de la factoría Euskalduna simboliza el tránsito de la ciudad industrial y proletaria al albergue competitivo del espectáculo. Las nuevas edificaciones transfieren a la ciudadanía la experiencia de una soledad extrema. A fuer de encontrarse en todas partes constituyendo no lugares, fijan la identidad del poder global, mostrando su barbarie tecnológicamente equipada por todo el planeta. Es la única identidad que puede poseer la no ciudad, paisaje exclusivo de la ausencia histórica. 
 
Las elites emergentes se consolidan doblemente con la reurbanización “logística”. La construcción, financiación, gestión y explotación de las grandes infraestructuras incorporan por derecho al sector privado, acabando con la noción misma de servicio público. El caso de Barcelona merece especial atención. Sus dirigentes formularon el programa de urbanización espectacular de masas “Barcelona 92” sintiéndose herederos de la burguesía de las Exposiciones Universales. La fórmula no tiene ningún secreto: si los dos tercios de la inversión son privados, estaremos ante “un modelo de transformación urbana típicamente barcelonés”, según el alcalde Clos. Ese modelo exclusivo ha contribuido a fomentar una especulación loca que ha expulsado de la ciudad a miles de habitantes (Barcelona ciudad ocupa un área de 100 km2 en la que habitan un millón y medio de habitantes, 300.000 menos que hace quince años; el área metropolitana abarca 3000km2 y viven en ella 4’5 millones de habitantes, incluidos los de la ciudad). Barcelona es una reserva de espacio-mercancía y sus dirigentes apuestan por que lo sea mucho más: esa es la misión del “Foro de las Culturas 2004”. Y para muestra de cultura, un botón: bella como el encuentro entre una cloaca y un mar de coches en un espectáculo cultural, es la definición hecha por Clos de la construcción de una gran plaza encima de una depuradora: “una muestra de los paradigmas culturales del siglo XXI”. Ya sabíamos que un alcalde no es alcalde hasta que no produce monumentos, pero hasta Clos, la originalidad de la revolución cultural de las corporaciones municipales se había detenido en palacios de congresos innecesarios y en auditorios inútiles. Sucede que en el idioma de los dirigentes las palabras suelen significar lo contrario de lo que nombran, como es el caso de “ecología urbana”, “equilibrio territorial” o “vertebración”, etiquetas para colocar y vender el urbanismo basura, la destrucción del territorio o la desarticulación. Así pues, Clos llama cultura a lo que no son más que detritus. 
 
Si a fuerza de consumir y consumirse la ciudad ha dejado de existir, el ciudadano también lo ha hecho. Y también los barrios y los movimientos vecinales. En una anomia espacial absoluta nada que merezca ese nombre existe. La vida de los individuos se reduce a movimientos reflejos condicionados por los medios técnicos que la colonizan. Con la desaparición de todos los espacios públicos la vida se repliega sobre lo privado y se atrinchera en los pisos. Una población sin autonomía, completamente dependiente de sus prótesis mecánicas, ni se rebela, ni se comunica. Los lugares abiertos como plazas, calles, portales, escaleras, jardines, aparcamientos, etc., se han vuelto tierra de nadie. En ese cocooning popular el discurso securitario se impone. Una parte de la población se siente desprotegida frente a la otra parte y reclama el control policial de esa zona intermedia. El nuevo urbanismo tiene el efecto perverso de envilecer a la población que lo padece. Parece que la cuestión social exista pero sólo en forma de problema de seguridad. El sistema dominante se sabe vulnerable y teme a la gente que ha marginado y expulsado. Por dos sencillas razones; primera, porque toda la aglomeración urbana puede paralizarse por un apagón en serie o por un simple embotellamiento. Segunda, porque la ciudad entera es un escaparate a la merced de un “alunizaje” general. Un hipermercado repleto de mercancías en movimiento a las que hay que proteger de potenciales invasores, que no pueden ser otros que los que las desean y no las tienen al alcance. Esa es la clave para entender al urbanismo totalitario: es la forma de asegurar con rapidez un control total del enemigo, que en un momento dado, por culpa de una avería urbana, decante la correlación de fuerzas a su favor, y aunque no llegue a liberar espacios, cuando menos los arrase. Lo que nos lleva a suponer que todas las revueltas futuras en esos espacios de la alienación comenzarán al azar mediante imponentes saqueos y no menos imponentes destrucciones. Un caos arreglará otro caos.
 
Para terminar, sacaremos a colación la antigua designación del urbanismo como medicina de las ciudades, medicina de la clase que mata a los pacientes. A decir verdad el urbanismo se retrata mejor por las enfermedades que ha provocado a lo largo de su historia. Si la tuberculosis fue la enfermedad emblemática del urbanismo burgués y el cáncer la del urbanismo desarrollista, la que mejor define al urbanismo totalitario es la locura. La contrarrevolución urbana en sus dos primeras etapas creó condiciones cada vez más inhóspitas para los cuerpos. En la tercera mató el alma. Es tanto el horror urbano que representa esa muerte que para recobrar la ciudad como proyecto de vida comunitaria habrán de demolerse hasta sus mismas ruinas.
 
Notas
 
1. Internacional Situacionista n.6, agosto 1971
2. Ildefons Cerda, Juício crítico del informe del Jurado. [Juicio crítico del dictamen de la junta nombrada para calificar los planos presentados al concurso abierto por el Excmo. Ayuntamiento de esta ciudad el 15 de abril de 1859. Barcelona, lmprenta de Francisco Sánchez,1859, NdR]
3. Guy Debord, La sociedad del espectáculo. 1967
4. Principios de urbanismo. La carta de Atenas. Ariel, Barcelona 1971
5 Lewis Mumford, La ciudad en la historia: sus orígenes, transformaciones y perspectivas. Buenos Aires: Infinito, 1966 (1961)

lunes, abril 4

El Estado y el parlamentarismo

Los orígenes del parlamentarismo se remontan a la Edad Media europea, época en la que aparecieron los primeros órganos representativos bajo los auspicios de la Iglesia católica a través de los llamados concilios eclesiásticos. En dichos concilios se encuentra el germen de los cuerpos representativos estamentales y parlamentarios en Europa.[1] Estos órganos medievales se encargaban de representar a las grandes clases sociales, tanto al clero como a la aristocracia y a los elementos más destacados del denominado Tercer Estado. En la Europa continental encontramos el caso de Francia con los Estados Generales, mientras que en el reino de Castilla eran las Cortes. Por su parte en Inglaterra, desde la época de los reyes normandos, existía un parlamento que integraba a las grandes clases sociales.[2] En general esta institución operaba como contrapeso del poder regio, de modo que la corona en ocasiones se veía obligada a negociar con los representantes de los estamentos agrupados en estas cámaras para obtener concesiones en la forma de impuestos y tropas para sus guerras, lo que a cambio exigía la confirmación por parte del monarca de determinados privilegios que disfrutaban los integrantes de dichos estamentos.

Desde los mismos orígenes del Estado la comunidad política ya estaba compuesta por una minoría que detentaba la soberanía con la que disfrutaba de la capacidad para tomar decisiones vinculantes para toda la población, lo que se amparaba en el recurso a la coerción para su correspondiente aplicación. Durante la Edad Media la comunidad política la integraba la corona y los poderhabientes: aristócratas, clero y ciertos elementos del Tercer Estado a través de corporaciones y otras instituciones semejantes. Si bien es cierto que el reparto de poder entre la corona y los poderhabientes fue desigual al ser favorable para estos últimos durante el periodo medieval, paulatinamente fueron produciéndose sucesivos reajustes en las relaciones mutuas que a la postre cristalizaron en la formación de los primeros regímenes parlamentarios en Europa. Para entonces las grandes clases sociales fueron definitivamente integradas en las tareas de gobierno con la promulgación de constituciones que hacían del parlamento el depositario de la soberanía. Esto estuvo unido a la concesión y reconocimiento de la ciudadanía política a estas mismas clases sociales, lo que fue realizado a partir de un criterio de riqueza. De este modo sólo quienes ostentaban la ciudadanía política en virtud de su riqueza podían participar en la política, y por tanto elegir y ser elegidos para cargos institucionales. Sobre esta premisa se forjó el concepto moderno de la comunidad política en lo que vino a llamarse pueblo o nación. Por esta razón cuando en documentos históricos y oficiales se mencionaba al pueblo únicamente se hacía referencia a aquellas clases sociales que disfrutaban de la ciudadanía política, y que por tanto componían la comunidad política de la que la mayor parte de la población estaba excluida.

El parlamento fue integrado en las estructuras estatales y de este modo se convirtió en una institución más del Estado que durante largo tiempo fue un órgano determinante en la toma de decisiones políticas al constituir el poder legislativo del ente estatal. Pero el peso del poder legislativo declinó progresivamente como consecuencia del desarrollo de la rama ejecutiva del Estado, lo que fue sobre todo consecuencia de la dinámica de competición entre las diferentes potencias en la esfera internacional y de modo particular por el efecto producido por las revoluciones militares. En este sentido la búsqueda de los medios para preparar y hacer la guerra conllevó un desarrollo de la estructura organizativa central del Estado, sobre todo de su burocracia ante la necesidad de reunir los recursos financieros, económicos, humanos y materiales con los que preparar ejércitos cada vez mayores para guerras más costosas y devastadoras. Después de cada guerra la economía quedaba exhausta y el Estado endeudado, lo que requería una creciente intervención gubernamental sobre la sociedad y la economía para recomponer las capacidades nacionales con las que hacer frente a sucesivas carreras armamentísticas.[3]

En el s. XIX se generalizaron los regímenes parlamentarios en Europa occidental y llegó a establecerse un gobierno directo desde la cúspide del poder estatal hasta la base de la pirámide social compuesta por el pueblo llano. Este proceso de reorganización política y social estuvo acompañado, como acabamos de señalar, de un crecimiento de la rama ejecutiva del ente estatal. Si por un lado creció el tamaño de los ejércitos también lo hizo la burocracia con la aparición de diferentes departamentos ministeriales, órganos reguladores, cuerpos policiales, etc. Este crecimiento fue especialmente intenso y rápido al final del s. XIX, de forma que la estructura organizativa central del Estado dio un salto cuantitativo y cualitativo en lo que a su tamaño y capacidad de intervención se refiere, a lo que hay que unir un considerable aumento del gasto estatal.

Durante esta fase final del s. XIX se dio un crecimiento de las funciones civiles del Estado como ocurrió con las comunicaciones, sobre todo ferrocarriles, pero también con la implantación de un sistema educativo obligatorio, a lo que hay que sumar un aumento de la intervención estatal en la economía, juntamente con la creación de programas asistenciales que fueron los precursores del Estado de bienestar, tal y como ocurrió en la Alemania de Bismarck.[4] A pesar de esta expansión de la burocracia estatal hay que apuntar que el Estado continuó siendo fundamentalmente una institución militar en la que el ejército acaparaba la mayor parte del presupuesto, sin olvidar que el poder militar disfrutaba de un elevado grado de autonomía dentro del Estado.[5]

La hipertrofia del poder ejecutivo unido a su progresiva normativización en su funcionamiento interno ha contribuido a una mayor institucionalización del ente estatal. Esto es lo que ha permitido que la burocracia, en tanto que parte integrante de la estructura organizativa central del Estado que detenta la titularidad formal del poder, se haya constituido en un actor político con sus propios intereses y que con ello haya dotado al Estado y a sus elites de una mayor autonomía al disponer de su propio ámbito. No cabe duda de que la expansión del Estado por medio de su burocracia civil y militar ha servido para una mayor politización de la sociedad, y que ello ha redundado en una socialización del parlamentarismo al suprimir las restricciones de fortuna que imponía el sufragio censitario mediante la instauración del sufragio universal. La nueva situación creada permitió la integración de diferentes sectores de la sociedad en las instituciones oficiales del orden constituido.

La expansión y crecimiento del Estado conlleva nuevas cargas sobre la sociedad que requieren ser compensadas de alguna manera, pues a medida que el Estado extrae nuevos y crecientes recursos económicos y humanos de la sociedad es preciso efectuar ciertas concesiones que legitimen esa situación. Por este motivo el parlamentarismo, que en su origen fue un sistema político altamente elitista en el que la política como tal era un asunto de notables, necesitó aumentar su legitimidad a través de la generalización del sufragio universal y la integración de otros sectores de la población que hasta entonces habían permanecido excluidos de los ámbitos de decisión política. De este modo surgió en la teoría del Estado moderno la corriente pluralista que concibe la modernización como una transferencia del poder político al conjunto de la sociedad, o como sugirió Bendix del rey al pueblo.[6] Así es como desde esta perspectiva teórica dicha transferencia se llevó a cabo en dos procesos, por un lado con la aparición de una contestación institucionalizada entre los partidos y grupos de presión que representaban una pluralidad de intereses en el seno de la sociedad, y en un segundo momento con la reivindicación de la participación del pueblo en esa contestación. Según este punto de vista la combinación de la contestación y la participación es lo que dio origen a lo que desde el actual establishment se llama democracia representativa, o democracia de partidos, y que Robert Dahl llamó poliarquía.[7]

A través de la llamada democracia de partidos, y siempre según la perspectiva pluralista, el Estado representa en última instancia los intereses de los ciudadanos en tanto que individuos, mientras que las clases sociales pueden considerarse los grupos de interés más importantes después de los partidos, o bien uno más entre los muchos que se contrarrestan entre sí en la lucha partidista.[8] Las corrientes pluralistas, que ideológicamente se ubican en el terreno del liberalismo, sostienen que las denominadas democracias liberales de Occidente posibilitan la existencia de un considerable grado de competición y participación suficiente entre grupos de interés y partidos políticos para producir gobiernos formados por elites competentes y responsables. De este modo las sociedades están gobernadas por una pluralidad de actores y no por una sola elite o clase dominante ya que las desigualdades de poder no son acumulativas sino dispersas.[9]

Las teorías pluralistas desempeñan una función legitimadora del parlamentarismo en el terreno ideológico, de manera que el Estado simplemente es un lugar que representa a la sociedad. La política de los partidos y de los grupos de presión irradia hacia dentro del Estado con el fin de controlarlo, lo que en el fondo no deja de ignorar que la soberanía como tal no se ubica en los parlamentos pues, como veremos más adelante, se encuentra radicada en la burocracia estatal así como en aquellas instituciones, como el ejército, las policías, los servicios secretos, etc., encargadas de mantener el monopolio de la violencia en manos del Estado para asegurar el cumplimiento de las leyes que dan forma al orden constituido. Además de esto las corrientes pluralistas caen en el error de considerar la sociedad como un todo que el gobierno se encarga de representar.

La teoría pluralista acierta al afirmar que las elites son plurales y diversas, lo que contrasta con la teoría elitista según la cual dichas elites están compuestas por una minoría más o menos homogénea y cohesionada que, de un modo organizado y centralizado controla y derrota a las masas desorganizadas.[10] Lo cierto es que en la elite del poder nos encontramos con diversos elementos de diferente procedencia, desde políticos a altos funcionarios, pasando por altos mandos militares, jefes de los servicios secretos, mandos policiales, periodistas, banqueros, empresarios, sindicalistas, abogados, jueces, fiscales, sacerdotes, consejeros políticos, intelectuales, etc. Pero las teorías pluralistas hierran al considerar el Estado sólo como un espacio en el que se desenvuelven las luchas políticas, y en última instancia como un instrumento al servicio de las facciones que lo controlan. Sin embargo, el crecimiento y desarrollo del Estado a través del poder ejecutivo de su administración le ha dotado no sólo de una creciente autonomía sino que sobre todo ha avasallado a los restantes poderes que lo integran, tanto el legislativo como el judicial. En la práctica el Estado es ante todo un actor que además tiende a maximizar sus propios intereses, lo que le hace llevar una labor distributiva en la sociedad al extraer de esta los recursos que necesita para su sostenimiento.[11] El Estado es en última instancia un invasor al preocuparse sobre todo por sus propios intereses,[12] lo que hace que el poder distributivo irradie desde el Estado y no hacia él como plantean las teorías pluralistas.

De lo que aquí se trata no es tanto desarrollar una definición del Estado sino de poner de manifiesto que la hipertrofia de su rama ejecutiva ha ido en detrimento de la influencia y capacidad decisoria que en el pasado tuvo la rama legislativa. El elevado poder que ha adquirido la rama ejecutiva del Estado, que constituye hoy por hoy el núcleo central del ente estatal como tal, le ha dotado de un grado inusitado de autonomía que le ha permitido llevar la iniciativa política en el contexto de los regímenes parlamentarios. Esto queda bien patente en el hecho de que más del 90% de las iniciativas legislativas proceden del poder ejecutivo, lo que ha hecho que en la práctica las cámaras parlamentarias se limiten a una labor de ratificación de dichas iniciativas. Los parlamentarios no elaboran las leyes, labor de la que se ocupan los altos funcionarios de los diferentes departamentos ministeriales. Los parlamentos se encargan de ratificar las propuestas legislativas que reciben del poder ejecutivo, con lo que en la práctica la soberanía es ejercida por la rama ejecutiva aunque formalmente el parlamento sea su depositario.

Es cierto que en los sistemas presidencialistas existe una más estricta separación de poderes que dificulta el entero sometimiento del parlamento al poder ejecutivo, como ocurre en los EEUU. Sin embargo, nada de esto impide que se produzcan acuerdos entre los representantes políticos de las cámaras parlamentarias y el poder ejecutivo para sacar adelante las diferentes propuestas legislativas. Pero al margen de esta particularidad que presentan los sistemas presidencialistas la regla general es que en los sistemas típicamente parlamentarios el color político del gobierno coincida con el color político de la mayoría parlamentaria, lo que facilita la aprobación de leyes y reduce la cámara parlamentaria a una máquina que se limita a votar y ratificar las iniciativas legislativas que el ejecutivo le presenta.

Lo anterior cuestiona el papel que tradicionalmente se le ha atribuido a la clase política y a los partidos en los regímenes parlamentarios. Si en la práctica los parlamentos no tienen tanto poder como siempre se ha pensado, entonces la clase política no es ni de lejos tan poderosa como en principio pudiera pensarse. El hecho de que un determinado partido llegue al gobierno no significa que detente el poder político como tal, pues más bien nos encontramos ante la situación de que el gobierno depende en lo esencial del Estado, y más específicamente de la administración en tanto que conjunto del aparato organizativo del Estado que ostenta la titularidad formal del poder. La administración como tal está inserta en el poder ejecutivo de manera que no es posible establecer una diferencia funcional entre esta y el gobierno. Así pues, no existe una separación entre administración y política sino que más bien se da una participación de la burocracia en el poder político y en las decisiones que este toma. En lo esencial el gobierno depende en todo del aparato organizativo de la administración, y más concretamente de los altos funcionarios que ocupan los cargos directivos en el seno de la estructura del Estado.

Es cierto que los políticos tienen la posibilidad de nombrar a los más altos funcionarios de los diferentes departamentos ministeriales, sin embargo esta capacidad está bastante limitada tal y como ocurre, por ejemplo, en el caso español. Así, el margen de maniobra de los políticos para nombrar altos cargos en la administración está regulado por la ley 6/1997, comúnmente conocida como LOFAGE (Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado), al estar reservados a funcionarios de carrera que reúnen los requisitos establecidos por dicha ley. Aunque cada vez que se forma un gobierno de diferente color político se nombran en torno a 6.000 altos cargos, quienes ocupan dichos puestos forman parte integrante de la burocracia estatal de la que proceden al cumplir con las exigencias que marca la ley para este tipo de nombramientos.

Incluso en los EEUU, donde históricamente ha dominado el spoil system caracterizado por el clientelismo con el cual los partidos purgan a los altos funcionarios para nombrar en su lugar a personal de confianza, terminó imponiéndose el principio de eficacia.[13] Para esta labor se recurrió a la corporación, invento americano por excelencia, debido a que ofrecía modelos de eficacia burocrática que no tardaron en aplicarse a la administración gubernamental.[14] Así es como para 1882, con la Pendleton Act, fueron clasificados diferentes trabajos de la administración federal para protegerlos de las purgas políticas para lo cual fueron establecidas medidas de selección a través de exámenes eliminatorios. Los puestos de la administración federal así clasificados pasaron del 10% en 1884 al 29% de 1895, el 45% en 1896 y el 64% en 1909. Después de la Primera Guerra Mundial se produjo una reorganización importante de la burocracia federal como consecuencia del esfuerzo de guerra en EEUU, de tal manera que este tipo de puestos alcanzaron el 80%, nivel en el que permanecen hoy día.[15] En cualquier caso el patronazgo aún persiste con los nombramientos en la cúspide del nivel federal de la burocracia, pero estos se han realizado siempre combinando la cualificación técnica con la lealtad al partido.

El poder del gobierno es muy limitado y está condicionado por la burocracia de la cual depende y que al mismo tiempo participa de manera activa en los procesos de decisión política, tanto mediante la redacción y propuesta de leyes como a través del consejo y asesoramiento a los líderes políticos del gobierno. Todo esto deja bien claro que el gobierno en última instancia es un apéndice del enorme poder ejecutivo que constituye la administración estatal. Por tanto, el peso de la clase política y de los partidos en el sistema de dominación parlamentario resulta ser bastante relativo.

A la luz de los hechos es natural preguntarse la razón de ser del parlamentarismo en un contexto en el que la soberanía reside de facto en el poder ejecutivo, mientras las cámaras parlamentarias en la mayor parte de los casos se limitan a ratificar las propuestas legislativas que reciben. Como ya se ha indicado anteriormente el parlamentarismo ha servido para legitimar el sistema de poder que representa el Estado, todo ello mediante la institucionalización de los conflictos sociales y políticos existentes. Esto es lo que ha dotado al Estado, y más concretamente al parlamentarismo, de un elevado grado de flexibilidad que le ha permitido reponerse de las crisis sociales, económicas y políticas a través de la canalización de las diferentes fuerzas sociales y políticas hacia las instituciones oficiales, creando de esta manera nuevas y sucesivas legitimidades a través de los diferentes procesos electorales. El parlamentarismo facilita la integración de los actores sociales y políticos en el entramado institucional del Estado, lo que hace que pasen a estar sometidos a la lógica de poder del ente estatal.

Los partidos políticos dependen en lo esencial del Estado, tanto en su aspecto formal al estar organizativamente regulados por las leyes establecidas, como en la dimensión puramente funcional en su relación con las instituciones en las que participan y de las que en ocasiones, tal y como ocurre en el caso español, reciben sustanciosas subvenciones directas e indirectas en la forma de dinero, pero también de ventajas fiscales, de apoyo infraestructural y logístico, y de otros muchos privilegios que les son exclusivos. Esto explica que a pesar de los eventuales cambios del color político del gobierno de turno la política llevada a cabo desde estas instancias sea esencialmente la misma que la de gobiernos precedentes, pues los partidos, una vez en el gobierno, se limitan a realizar y desarrollar la política del Estado.

A la luz de todo lo hasta ahora expuesto podemos concluir que el papel que desempeñan los políticos y sus respectivos partidos es el de meras comparsas del aparato estatal, sobre todo si tenemos en cuenta que no pocos líderes políticos son altos funcionarios en excedencia. El parlamentarismo convierte la política en una cuestión exclusiva de las instituciones, y por tanto de la elite dominante. La sociedad permanece totalmente excluida de los ámbitos decisorios mientras sus intermediarios, representados por los políticos, se limitan a mercadear con sus intereses y a conseguir toda clase de prebendas y beneficios. De este modo la lucha política y partidista que los políticos escenifican en los parlamentos forma parte del circo mediático con el que mantener distraída a la sociedad, además de dividida con el propósito de captar votos por medio de la demagogia y de la manipulación propagandista para, así, aumentar las subvenciones obtenidas y las correspondientes sinecuras institucionales. Mientras tanto la población permanece pasiva y muda ante el espectáculo político de parlamentos y campañas electorales.

El parlamentarismo es un sistema de dictadura política del Estado y de sus elites dirigentes. Se trata de un régimen en el que una minoría impone su voluntad al resto de la sociedad gracias a los medios coactivos que tiene a su disposición, sin olvidar la labor de manipulación ideológica realizada a través de la propaganda para crear el debido consentimiento social a tal estado de cosas. Frente a dicho modelo autoritario de organización de la sociedad sólo cabe contraponer aquel otro en el que la sociedad participe directamente en la política a través de asambleas populares soberanas, y pueda tomar de esta manera sus propias decisiones sin la existencia de instituciones coercitivas, económicas y adoctrinadoras que coarten su libertad política, civil y de conciencia. Sólo un orden social y político sin Estado y capitalismo, en el que la sociedad se autoorganice de un modo asambleario, pueden darse unas condiciones de libertad razonable que impidan las imposiciones de una minoría, tal y como acontece hoy en día.
 
 
Esteban Vidal

[1] Hintze, Otto, Feudalismo – Capitalismo, Barcelona, Editorial Alfa, 1987, pp. 90-91
[2] El poder regio en Inglaterra fue limitado por el parlamento y especialmente a través de la promulgación de la denominada Carta Magna en 1215, lo que constituyó el principal antecedente del parlamentarismo inglés que se desarrolló en los siglos siguientes. En cualquier caso merece la pena resaltar que ya en el año 1100 había sido promulgada la Carta de Libertades, lo que en cierto modo hizo que fuera precursora de la Carta Magna. Crossman, Richard H. S., Biografía del Estado Moderno, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1977, pp. 55-57
[3] Parker, Geoffrey, La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, Madrid, Alianza, 2002. Roberts, Michael, “The Military Revolution, 1560-1660” en Clifford J. Rogers (ed.), The Military Revolution Debate: Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Colorado, Westview Press, 1995, pp. 13-36. Duffy, Michael (ed.), The Military Revolution and the State 1500-1800, Exeter, University of Exeter, 1980. Parker, Geoffrey, “Military Revolutions, Past And Present” en Historically Speaking Vol. 4, Nº 4, Abril 2003, pp. 2-7. Hintze, Otto, “La organización militar y la organización del Estado” en Beriain Razquin, Josetxo (coord.), Modernidad y violencia colectiva, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2004, pp. 225-250
[4] Mann, Michael, Las fuentes del poder social, Madrid, Alianza, 1997, Vol. 2, pp. 473-524, 624-662
[5] En la actualidad el caso más claro de autonomía del ejército dentro del Estado es el de los EEUU, donde el Pentágono acapara la mayor parte de los recursos del presupuesto federal mientras los generales desempeñan un papel decisivo en la política interior y exterior de esta gran potencia. Carroll, James, La casa de la guerra. El Pentágono es quien manda, Barcelona, Memoria Crítica, 2006. Wright Mills, Charles, La elite del poder, México, Fondo de Cultura Económica, 1957, pp. 166-189
[6] Bendix, Reinhard, Kings or People: Power and the Mandate to Rule, Berkeley, University of California Press, 1978
[7] Dahl, Robert, Polyarchy, New Haven, Yale University Press, 1977
[8] Lipset, Seymour M., Political Man, Londres, Mercury Books, 1959
[9] Dahl, Robert, A Preface to Democratic Theory, Chicago, University of Chicago Press, 1956, p. 333. Ídem, Who Governs? Democracy and Power in an American City, New Haven, Yale University Press, 1961, pp. 85-86
[10] Mosca, Gaetano, La clase política, México, Fondo de Cultura Económica, 2002
[11] Krasner, Stephen D., “Approaches to the state: alternative conceptions and historical dynamics” en Comparative Politics Vol. 16, Nº 2, enero 1984, pp. 223-246. Levi, Margaret, Of Rule and Revenue, Berkeley, University of California Press, 1988, pp. 2-9
[12] Poggi, Gianfranco, The State. Its Nature, Development and Prospectus, Stanford, Stanford University Press, 1990
[13] Skowronek, Stephen, Building the New American State: The Expansion of National Administrative Capacities, 1877–1920, Cambridge, Cambridge University Press, 1982
[14] Yeager, Mary A., “Bureaucracy” en Porter, Glenn (ed.), Encyclopedia of American Economic History, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, Vol. 3, 1988, pp. 895-926
[15] Mann, Michael, Op. Cit., N. 4, p. 614. Van Riper, Paul P., History of the United States Civil Service, Nueva York, Row, Peterson, 1958, pp. 191-223

viernes, abril 1

I, desgraciadamente, el dolor crece


En el último número de Cul de Sac, El campo y la ciudad, ¿dos mundos enfrentados?, publicamos una carta de nuestro amigo y colaborador Javier Rodríguez Hidalgo, residente en Francia. El texto (cuyo título: I, desgraciadamente, el dolor crece, hace alusión a un poema de César Vallejo), es una invitación a reflexionar sobre la hipocresía occidental en relación a los atentados de París del pasado mes de noviembre, así como al lugar de la sensibilidad en los tiempos de instantaneidad informativa y técnica.
Tras los últimos acontecimientos en Bélgica, consideramos más necesario que nunca recapacitar sobre esta cuestión. A continuación ofrecemos íntegro el texto, que también puedes descargar aquí..

I, desgraciadamente, el dolor crece


Tú ya sabes lo suficiente. Yo también lo sé. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que nos hace falta es el coraje para darnos cuenta de lo que sabemos y sacar conclusiones
Sven Lindqvist (Exterminad a todos los salvajes)


He empezado a escribir estas líneas tres días después de los atentados del 13 de noviembre en París. Lo hago en parte para explicar algo de lo que está ocurriendo en Francia desde entonces a posibles lectores que no conozcan bien el contexto preciso de los acontecimientos, pero también para hacer un ejercicio de catarsis que prefiero explicar al final de mi escrito. Evitaré en lo posible las cuestiones más técnicas sobre lo sucedido, pues toda información que pueda anotar en estas líneas se quedará obsoleta mucho antes de que vean la luz.

Lo que se sabe de los atentados es que han dejado al menos 130 muertos y que sus autores materiales han sido en su mayoría franceses o belgas. Poco importa que la sala Bataclan fuera de verdad seleccionada como objetivo por ser considerada un templo del vicio occidental (no menor que Dubai), una empresa «sionista» o simplemente una acumulación de personas desarmadas. Lo innegable es que más de un centenar de individuos indefensos fueron ametrallados y rematados en una acción que exige tanta preparación como sangre fría. La interpretación más plausible, y que sin duda no variará mucho en las semanas venideras, es que se trata de una acción contra Francia por su implicación en los bombardeos contra el Estado Islámico en territorio sirio, pero también por haberse convertido en emblema de un pulso entre el Estado laico y un islam particularmente militante. Como esto último no es tan bien conocido fuera de Francia, conviene explicar lo esencial de este enfrentamiento. 

La República francesa lleva más de dos siglos de combate con los cultos religiosos que le disputan el monopolio de la gestión social. Por mucho que nos choque a quienes nos hemos formado en la nacionalcatólica España, el Estado francés ha obligado a los credos cristianos a ocupar un espacio muy reducido en la vida pública. Este conflicto, que empezó ya durante la Francia revolucionaria, se resolvería en la III República que surgió después de la derrota frente a Prusia y del aplastamiento a sangre y fuego de la Comuna de París, es decir, en el periodo que va de 1871 hasta la debacle de la Segunda Guerra Mundial. Pese a su resistencia, la Iglesia católica salió derrotada y tuvo que contentarse con un peso público muy reducido si se compara con el que posee en España, Italia o Irlanda. Pese a ello, todavía en 1967 la jerarquía eclesiástica era capaz de pataleos como la censura de la versión cinematográfica de La religiosa de Diderot (autor que había sido encarcelado en 1749 por sostener posiciones materialistas —es decir, impías— en su Carta a los ciegos).

Con todo, la Francia de los años ochenta y noventa parecía cómodamente instalada en un laicismo generalizado, como parece probar la extensión del derecho al aborto o la escasa visibilidad de símbolos religiosos. Sin embargo la expansión mundial de un islam renovado en las últimas décadas iba a cambiar las cosas rápidamente. La manifestación más conocida de la nueva disputa entre la República y una religión, en este caso la musulmana, sería la famosa «ley del velo», que suscitaría una crispación desconocida en otros países vecinos que también cuentan con comunidades islámicas importantes. El autoritarismo con que se impuso esta medida atizó un sentimiento de identidad amenazada por el Estado en las comunidades a que se dirigía la medida, sobre todo en los guetos que subsisten en Francia desde los tiempos de la guerra de Argelia. La aplicación de la ley, que supuestamente se opone a la exhibición de todo tipo de símbolo religioso, se ha ensañado mucho más con el velo musulmán que, por ejemplo, con los crucifijos cristianos, que bastantes alumnos pueden llevar al cuello sin problemas.

Por esta y otras razones se ha reforzado una cierta identidad de quienes viven en ese producto tan francés que son las banlieues (suburbios) construidas en los años sesenta y setenta, las más conocidos de los cuales se encuentran en el departamento de Seine-Saint-Denis, en la periferia de París (donde explotaron algunos suicidas junto al Estadio de Francia, pero también donde se desencadenó la revuelta de 2005). Esta identidad se compone en gran medida de un sentimiento más que justificado de marginación social y étnica, pero también de una forma novedosa de religiosidad que ahora mismo causa furor entre la chavalería de las banlieues. Algunos de sus atributos comunes son el rechazo de lo que se considera representativo de Francia (y muy especialmente de una policía bastante más brutal con los pobladores de los guetos que con otros ciudadanos) y la reivindicación de un origen que no es francés, y que suele ser norteafricano. En efecto, para cualquiera que no sea Pablo Iglesias[1] puede resultar aterrador que se siga adjudicando informalmente la nacionalidad de una persona en razón del lugar en que nacieron sus padres o incluso sus abuelos; sin embargo es un hecho que en Francia a veces se habla de «inmigrantes de segunda (o incluso tercera) generación», o de franceses «de origen» argelino o marroquí, como pasó cuando se produjeron los disturbios del otoño de 2005. La pervivencia de estos guetos, horrores urbanísticos concebidos como moradas transitorias y finalmente convertidos en viviendas permanentes para una parte importante de la población francesa contemporánea, permite entender parcialmente la capacidad de captación del nuevo islam guerrero. Incluso una ciudad pequeña como Blois, de 10.000 habitantes, tiene su pequeño distrito deprimido en que arden coches de vez en cuando.

Pero esto es sólo una parte de la explicación. Contrariamente a lo que creía Marx, el delirio religioso sabe bucear muy bien en las aguas más frías y salir a la superficie mucho tiempo después con una forma restaurada. Quizá lo más visible al principio fueron los diferentes cultos y sectas marginales, pero ahora es innegable que los peores aspectos de las religiones tradicionales, incluidos los ritos más supersticiosos, han vuelto con fuerza.

La inquietud que inevitablemente tenía que suceder al avance de esta forma de integrismo religioso fue aprovechada en los años noventa por la hez de cierta intelligentsia parisina —los residuos de los «nuevos filósofos» setenteros (ya se sabe: ni nuevos ni filósofos), con Bernard-Henry Lévi y André Glucksmann a la cabeza— que se pusieron a teorizar (por decir algo) sobre un supuesto islamofascismo, haciendo todo lo posible por no comprender el nuevo fenómeno. 

El antiislamismo militante de este periodismo con ínfulas filosóficas llevaría a estos escribidores a, entre otras hazañas, justificar contra viento y marea el régimen de los generales golpistas en Argelia, principales culpables del baño de sangre que sufrió el país hace sólo dos décadas.

En el lado opuesto del espectro ideológico, cuando un comando integrista masacró a los redactores de Charlie Hebdo por haberse burlado del profeta, no faltaron las interpretaciones izquierdosas de rigor que, desde una posición laica, distinguían perfectamente entre un islam de los pobres y un cristianismo de los ricos. Este análisis no soporta dos bofetadas. Del mismo modo que hoy día sigue habiendo en Francia católicos de clase baja[2], no todos los musulmanes viven en guetos, sino que ocupan puestos de responsabilidad en todas las instituciones, incluyendo el ejército o la gendarmería. Es más, algunas de las mezquitas que sirven de caja de resonancia a los islamistas más radicales cuentan con ayudas económicas generosas de las monarquías del petróleo, ya sea Arabia Saudí o el resto de satrapías que subvencionan a las diversas bandas de fútbol, como nos lo recuerdan las camisetas que vemos a diario por la calle. Pero lo más grave es que aunque fuera cierto que el islam es la religión de los pobres, sería disparatado dispensarla por eso de toda crítica. Podríamos imaginarnos al pobre Diderot teniendo que morderse la lengua para callarse sus mejores sarcasmos a fin de no ultrajar la sensibilidad de esos franceses coetáneos suyos que comulgaban a diario o que adoraban estampitas de la virgen con la mejor fe del mundo. Charlie Hebdo no fue víctima de su desprecio hacia el islam, sino de un grupo de fanáticos[3]. (Me deja perplejo, por lo demás, ver a tanto posmoderno indignarse por las críticas del islam vertidas en Charlie Hebdo cuando se conoce el régimen a que somete esta religión a muchas mujeres empaquetadas en velo integral, no siempre por voluntad propia).

Volviendo a los atentados del 13 de noviembre, es fuerza ponerlos en su contexto para medir su gravedad. Para empezar, si bien es verdad que constituyen el acto más sangriento de violencia política en territorio francés desde 1945, no hay que olvidar que hasta hace unos días ese récord lo ostentaba el propio Estado francés: la policía comandada por el excolaboracionista Maurice Papon mató la noche del 16 de octubre de 1961 a aproximadamente un centenar de manifestantes argelinos que desafiaron en París el toque de queda impuesto a los norteafricanos en los momentos finales de la guerra de Argelia. Es sintomático de la disolución de este crimen en la memoria francesa el hecho de que se recuerde mejor la «masacre de Charonne» (nueve muertos en una manifestación prohibida el 6 de febrero de 1962 para denunciar la matanza de octubre) que los hechos que desencadenaron esta protesta[4].

Si digo esto no es para reducir la importancia de los hechos, evidentemente. Es triste tener que recordarlo, pero resulta obligado en estos tiempos en que se compite por ostentar el monopolio del sufrimiento. Se nos dice que todos somos París, pero nadie fue Ankara cuando tan sólo un mes antes dos bombas mataron a más de cien personas que participaban en una manifestación que exigía «trabajo, paz y democracia» y en denuncia de la política bélica del Estado turco (aliado del Estado Islámico en su lucha contra la guerrilla kurda). Y, en el lado contrario, los regímenes gobernados por la famosa sharia (Qatar, Arabia Saudí, Emiratos Árabes) no suscitan demasiada reprobación si al mismo tiempo nos atiborran de petróleo; es más, a veces son destinos turísticos apetecibles que organizan mundiales de fútbol o saraos nocturnos en las capitales globales de moda, por no hablar del agasajo que merecen sus petrolíferas majestades por parte de la Casa Real española cuando se prodigan en Marbella. (Mientras escribo estas líneas, un poeta palestino, Ashraf Fayad, acaba de ser condenado a muerte en Arabia Saudí por «renegar de toda religión», incluida la que inspira el código penal saudí; y en el Kurdistán turco un abogado ha sido asesinado probablemente a instancias de los servicios secretos de Erdogan, otro nuevo demócrata aliado de los europeos de bien).

El impacto social de los atentados parisinos es inseparable de esta época nuestra en que casi nada se interpreta políticamente sino que debe ser asimilado de la forma más emocional posible. Esta «emotivización» (a falta de una palabra mejor) de la política es inevitable para la prensa en la era del consumo on-line, que a falta de información concreta prefiere entretener a sus consumidores con historias «de interés humano». Pero el acento que se pone en lo sentimental nos incapacita para comprender realmente lo sucedido. Por ejemplo, los espectadores de las bárbaras imágenes difundidas por los medios españoles de la masacre de los trenes de Madrid en 2004 no estaban mejor informados que quienes sólo conocían la cifra de víctimas mortales; de hecho, estaban sin duda mucho peor situados para resistir a la manipulación emocional del régimen aznarista. Por lo demás, la familiaridad que evoca París en estos tiempos de guerra y turismo globales ha contribuido a la identificación de muchos telespectadores con las desgraciadas víctimas del atentado. Que lo que casi todo el mundo conoce o crea conocer se parezca más a Midnight in Paris que a La Défaite importa poco; el vínculo afectivo planetario («Ah, París») ya está creado. 

Además, la mayoría de las víctimas son de esa clase media a que pertenecemos o nos gustaría pertenecer: blancos, consumidores de cultura… El periódico Libération del 16 de noviembre hablaba de una «generación Bataclan» (por el nombre de la sala de conciertos asaltada) para describir el perfil común de la mayor parte de las víctimas: «los terroristas han apuntado al modo de vida hedonista y urbano de una generación ya marcada por Charlie. […] la población a que apuntaban los terroristas del Estado Islámico era claramente ese biotopo de jóvenes urbanos cool» que se divierten «en una zona a la vez burguesa, progresista y cosmopolita, por cierto en proceso de hipsterización avanzada». Lo que ha sacudido nuestras conciencias es que todos podíamos ser ellos, pues somos muchos los que llevamos vidas parecidas; y casi todo el mundo aspira a acceder a ese mismo «modelo».

Por desgracia, la muerte violenta ha sido casi siempre una posibilidad muy real y nada descabellada en muchos tiempos y lugares; en algunos momentos concretos, esta posibilidad ha sido aterradoramente banal. En Chechenia, por ejemplo, la invasión rusa produjo en pleno «patio trasero de Europa» y durante unos pocos años decenas de miles de muertos (en un país de poco más de un millón de habitantes), y no obstante nadie nos ha pedido nunca que fuéramos Grozni. No se trata de moralizar como alguno de los profetas del desastre que proliferan en las cloacas de internet. Las consecuencias de los atentados se dejan sentir ya: las manifestaciones que estaban previstas para denunciar la farsa descomunal de la «cumbre por el clima» COP21 los días 29 de noviembre y 12 de diciembre han sido vetadas sin contrapartidas, lo que ya ha producido más de 341 arrestos en las calles de París (a día 30 de noviembre). Las medidas que se discuten estos días en la Asamblea Nacional apelan explícitamente a un «recorte de las libertades» en aras de la seguridad (aunque en la España de las manos blancas podemos imaginar que las mismas medidas se llamarían de «multiplicación de las libertades y expansión de la felicidad» o algo así), lo que ya ha supuesto detenciones y registros que iban mucho más allá de la lucha contra el Estado Islámico. Hollande asegura además que «Francia está en guerra». Pero, aun sin declararla, Francia ya estaba en guerra antes. No en una guerra tradicional, con sus frentes y sus combates cotidianos, sino en el tipo de conflictos que conoce nuestra época: «misiones de paz», «bombardeos quirúrgicos» (Siria) u «operaciones policiales» (República Centroafricana). Pero estos nunca han dejado de parecernos irreales o insignificantes, si el asedio mediático no nos los recordaba a diario. Sólo existían para quienes los padecían de primera mano y para los militares destinados a esos lugares exóticos.
Obviamente, el Frente Nacional está cosechando desde hace tiempo la derechización de la sociedad francesa. Ya no es sólo el partido de esa clase media aterrorizada que se entierra en sus viviendas unifamiliares ante el pánico a los bárbaros de las banlieues. Desde hace tiempo el FN acoge el voto amargado de zonas enteras de la ex«Francia roja» o de regiones en que la presencia de inmigrantes es muy reducida.

Con todo, lo más llamativo me parece el eco de los atentados en el resto del planeta. No recuerdo que se viviera nada parecido cuando explotaron las bombas del metro de Londres en junio de 2005. Con ser muy grave, tanta brutalidad no explica la angustia que ha desencadenado. Previamente era necesario que nuestra generación, esa «generación Bataclan» que empieza a ocupar puestos de poder y responsabilidad elevados, no supiera muy bien qué hacer con las antiguas libertades que se habían conquistado en el pasado a un precio a veces altísimo (o que ni siquiera se disfrutan aún, como ocurre en España, donde la tortura o el cierre de medios de comunicación no han dejado de existir desde 1936). Nada hay más elocuente acerca de nuestra fragilidad que el modo tan visceral con que se ha acogido la noticia de la matanza. Ante cada nuevo estampido en la vida supuestamente plácida de nuestras sociedades se insiste en que estamos en una época de «fin de las ilusiones» pero no dejarán de aparecer otras, menos consistentes aunque con mayor pixelado, para remplazar a las anteriores.

Y sin embargo es necesario sentir dolor por los muertos. Lo que me ha sorprendido en esta ocasión es lo poco que me ha acongojado lo sucedido. Se ha cometido un crimen muy grave y lo normal, lo humano, sería conmoverse. La insensibilización que nos aqueja a algunos puede ser tan embrutecedora como el sometimiento a los toques de corneta con que se nos llama a solidarizarnos con según qué víctimas. Es indudable que este endurecimiento, tan pernicioso como cualquier otra pérdida de sensibilidad, es una consecuencia de décadas de propaganda bélica española que nos imponía incluso los términos precisos con que debíamos describir nuestra desazón ante ciertos actos de violencia. Durante los años de aquella retórica mostrenca que nos hablaba de unidad de los demócratas frente al terror, de un nuevo salto en la barbarie, de escalada terrorista, de no ceder al chantaje de los violentos o de la lucha contra el totalitarismo, se nos ha llamado a veces incluso a movilizarnos por «víctimas» que distaban mucho de serlo; y a menudo en compañía de torturadores y de basura franquista, que se han permitido impartir cátedra sobre derechos humanos y democracia. Para mí, no haber hecho mío el dolor por lo que ha pasado en París no es un síntoma de lucidez sino de embotamiento causado por la inoculación de este veneno.

Y ahora, ¿qué hacer después, en unas condiciones tan duras? El escritor Erri de Luca, que merece las simpatías de quienes se han opuesto a los proyectos del Tren de Alta Velocidad en cualquier parte del mundo por su defensa de la legitimidad de estas luchas, ha dicho lo siguiente en una entrevista en Libération: «Hace falta una movilización general de la vida civil, del pueblo francés. Cada individuo tiene que hacerse cargo de la cuestión de la seguridad sin delegarla en el Estado. Delegarla en el Estado significa reducir las libertades propias. Por el contrario, todo el mundo debe responsabilizarse de lo que pasa a su lado, de su vecino. Hay que lanzar la alarma al nivel cero de la sociedad, en un movimiento popular y de fraternidad. Acepar sólo la respuesta que viene de arriba, con una multiplicación de gendarmes en la calle, no es eficaz». Pero esto no es más que un deseo piadoso. Si De Luca no está llamando a la delación (y esperemos que no sea el caso, porque el resto de la entrevista hace pensar lo contrario[5]), no sé qué podría hacer nadie que descubra unos planes para realizar un atentado como los de París. Por desgracia, en conflictos que se dirimen a este nivel el margen de acción para los individuos desposeídos —eso que algunos llaman ciudadanos— es exiguo, y esto es un eufemismo. Por de pronto, lo único que parece posible es desertar de todos y cada uno de los llamamientos que se nos harán a sostener políticas criminales. La resistencia será casi solitaria y, puesto que el terreno invadido esta vez es la conciencia individual, lo que habrá que defender ante todo es el derecho a disentir, e incluso a sentir, al margen de las consignas que oigamos vociferar a nuestro alrededor. Pues lo que se espera de nosotros ya no es un acatamiento mudo sino una militancia apasionada por la dominación.

Lo más honrado en esta situación desesperante es admitir la propia impotencia; algo que de todas formas estamos más que acostumbrados a hacer a diario bajo el peso de la infinidad de pequeñas y grandes humillaciones que nos oprimen. Esto puede parecer tremendamente cínico, pero nada lo será más que la época que vivimos: cinismo es que una víctima de la tortura se cruce en la calle con uno de los esbirros que le mandaron al hospital durante la detención y que, por increparle, se le condene a más de 2.000 euros de multa en concepto de «injurias y calumnias», y que ningún demócrata haya tenido nada que decir al respecto[6]; cínicas son las fosas comunes que albergan a cien mil de personas asesinadas por los franquistas y que la izquierda española viene despreciando desde hace tres décadas y media[7]; cínico es que las «líneas rojas» de lo que es aceptable en materia de indignación ante la violencia vengan delimitadas por seres siniestros de la calaña de Martín Villa, Barrionuevo o Mayor Oreja, y que han secundado cómplices como Baltasar Garzón o Grande-Marlaska, para que hoy los candidatos «populistas» a la presidencia del Gobierno lancen vivas a la Guardia Civil y al resto de bandas armadas legales[8].

Si catarsis —esa palabra de moda— significa algo, es la obligación de comprender incluso lo que no podemos soportar. Habiendo sido literalmente espectadores de una tragedia bien real, nuestro deber es purgar la angustia que produce la impotencia. Un cierto distanciamiento puede ser la única forma de no caer en el aborregamiento, siempre que al mismo tiempo seamos capaces de sentir un dolor nuestro, irremplazable y sobre todo inviolable. Este dolor sólo tendrá sentido si nos hace más conscientes, en cuyo caso será un signo de verdadera sensibilidad. Si es para complacernos de nuestra altura moral (o de nuestro «suelo ético», como dicen ahora en el País Vasco los que más lo pisotean) no supondrá más que el enésimo síntoma de nuestra sumisión.


Javier Rodríguez Hidalgo
(Poitiers, Francia)

[1] Para quien un descendiente de andaluces nacido en Cataluña no es un catalán, sino un descendiente de andaluces.
[2] Que es una de las razones por las cuales el matrimonio homosexual contó con la oposición de las masivas manifestaciones de rechazo que conocemos, siguiendo el modelo de las convocatorias españolas que agitaron a las masas contra el zapaterismo.
[3] Quizá, para no soliviantar a las almas bellas, habría que establecer una cuota de crítica en cada publicación según criterios rigurosos de población, clase, sexo -perdón, género- y raza. Así, el TMEO podría dedicar en cada número un 12% de sus chistes a meterse con los musulmanes; 30% con los ateos; 40% con los católicos; y sólo un 3% de sus tiras cómicas podrían ensañarse con «la Eta».
[4] Véase el libro de Kristin Ross Mayo del 68 y sus vidas posteriores, Acuarela Libros.
[5] «Si sólo se aplica un aumento de la seguridad militar, vamos a caer en brazos de la extrema derecha. Hace falta una organización popular por barrios. Una red que se organice para hacer una resistencia de base, de los barrios, está al alcance de un presidente de izquierdas» (Libération, 15 de noviembre de 2015).
[6] Sucedió en Pamplona.
[7] Sucede en toda el Reino.
[8] Sucedió en Málaga (el 14 de marzo de 2015).